Por cierto que hace nada nos dieron una noticia que se contradice un poco con esta y era que, por primera vez en la historia, había más almas –en este caso, ahora verán, queda mejor almas que hombres- caminando sobre la tierra que la que se calcula que se ha muerto a lo largo de toda la historia. Y, uno, que para estas cosas –para estas y para entender un poco a Góngora- sigue a Dámaso Alonso, se acuerda de aquello de la ciudad de un millón de cadáveres según las últimas estadísticas.
Lo que sucede es que esta nutrida población urbana no vive, precisamente, en palacios –ni tan siquiera en esas viviendas de la ministra Trujillo que, con dieciocho añitos, a mí me habrían sabido a gloria, a qué mentirnos- sino que habita en chabolas. Los nombres, vayan aprendiéndolos, son los nuevos pseudónimos de la injusticia, son muy variados: villas miseria, favelas, iskwaters, hoods, shammasas, y hay más. Las ciudades del futuro son tropicales, carecen de casco histórico y en su carencia de historia puede estar su principal recurso para proyectarse hacia el futuro. No lo digo yo, lo dice Rem Koolhas. Pero, a la espera de que los países donde están puedan tener una renta per cápita real –que cada ciudadano se vea con dinero, hablemos claro- la realidad de esas ciudades es el conflicto. Y es en esa realidad donde radica la fascinación que ejercen.
Como le sucede a Chico Buarque. En numerosas entrevistas destaca que Rio de Janeiro –una megaurbe de más de diez millones de personas censadas, muchos de los favelistas no están controlados estadísticamente- es una ciudad enclavada en un entorno privilegiado, construida con un mal gusto evidente, en la que los ricos, riquísimos, conviven con la mayor pobreza. Él mismo dice que el rico, desde su condominio fechado, puede escuchar los tiros de la calle.
Por eso le ha dedicado su último disco, Carioca, a la ciudad en la que habita. Un disco que, por cierto, se abre con una canción sobe los suburbios, esos que siempre van al final en las estadísticas, que no aparecen en las guías de viaje, de los que nadie habla.
Pero tampoco hay que sorprenderse de esta preocupación urbanística –y política- de Buarque. Su disco anterior, lanzado hace ya ocho años, se llama As cidades. Y si en este último la portada muestra a Chico Buarque de blanco impoluto como pantalla de una proyección de un mapa de Rio, y las fotos del libreto son numerosos planos de la ciudad fluminense, en el disco anterior la portada era un tratamiento digital del rostro de Buarque transformado en ejemplos de las diversas razas que habitan su país y las diez metaciudades de las que nos alerta la ONU, al mismo tiempo que el libreto era una secesión de representaciones de soluciones urbanísticas de todo tipo.
Pero es que, además, la novela que escribió entre ambos discos tiene el nombre de una ciudad, Budapest, en la que un escritor anónimo, un negro se pierde, hasta el punto de, seducido por la lengua magiar, abandonar a su mujer para quedarse a vivir con una joven traductora que ha conocido en las ciudades del Danubio, porque no es casual que la novela tenga como marco a dos ciudades: Buda y Pest, que se unieron, como hacen las modernas conurbaciones, para formar una realidad más grande.
Buarque está obsesionado por la incomunicación y los nexos que nos unen en ese entorno que el hombre ha sido capaz de imponer al entorno. La ciudad es el gran invento del hombre: hay ciudades en el Sahara, las hay en el altiplano boliviano, en entornos de clima extremo como Canadá o sobre aguas debido a la necesidad de un suelo a veces inexistente, como en Bangkok o Hong Kong.
La ciudad es el hombre, y el hombre es la ciudad. Por eso no entiendo la voluntad de tantos hombres de vivir con alegría desaforada en esos chalets adosados a las afueras de a ciudad, prolongando hasta el infinito un rizoma invertebrado, sucedáneo descafeinado del original, o en los nuevos barrios que toman eriales llenos de urbanizaciones cerradas con guardia de seguridad en la puerta que protege el interior del castillo al mismo tiempo que señala de modo evidente los lugares idóneos para el latrocinio. Guetos voluntarios en los que el burgués de la tercera era del capitalismo se siente virtualmente seguro.
Nunca como hasta ahora hemos tenido tanta capacidad de comunicarnos, nunca como hasta ahora ha habido tanto miedo al otro, aquel que es un clon de nosotros mismos y con el que compartimos las cuerdas de tender la ropa.
Chico Buarque se dio cuenta hace tiempo de esto, y en vez de dar bandazos estúpidos está trabajando sobre ello.