Me encontré ayer, apenas había puesto un pie en la calle, con el que fue mi profesor de literatura de mi segundo de COU: Alejo Martínez Martín, culpable de buena parte de las adicciones que me aquejan y de algunas que me han aquejado. Me refiero a las literarias, no clamen al cielo imaginándose un profesor de esos que les da porros a sus alumnos -de esos también he tenido, pero no viene al caso-, y nos ha sorprendido ver que los dos teníamos el mismo plan para el día: pagar a Hacienda.
Uno nunca piensa que paga a la sociedad, ni a la comunidad como diría un yanqui, sino que el dinero se lo suelta a esos señores que están al otro lado de las mesas y mostradores de las oficinas de la agencia tributaria para que hagan con él lo que les venga en gana. Y si tiene esa sensación es porque esos señores son confesores a los que uno les dice cosas que ni a su señora le confesaría, les enseña facturas que no conoce ni su socio, y se inventa gastos que ni el gestor -qué curiosa la idea de alguien que está más al tanto de lo que sucede en tu empresa que tú mismo- podría imaginar. Toda esa información que uno les facilita alegremente sirve para saber qué lugar ocupa uno en la sociedad. En la sociedad anónima que somos todos -o somos tontos como dicen las pintadas- y a la que se supone que debemos mantener.
Me decía Alejo, con su sorna habitual, que Hacienda es maravillosa, porque ha conseguido que los ricos paguen para que los pobres tengan servicios sociales. Y lo dice con toda la retranca del que, como yo, se ve en el brete de ser un soltero con un salario saneado y sin familiares con los que desgravar. O sea, que uno es lo suficientemente rico como para tener que pagar en la Declaración de la Renta, y lo suficientemente pobre como para no poder tener unos gestores que se encarguen de escamotearle dinero a Hacienda para no tener que declararlo.
Así que se siente uno como los imbéciles que siempre, pero siempre, sacan el dinero al ir a pagar unas cañas -con la sorpresa de que el otro no lo saca nunca, y que otras tiene que sacar la cartera cuando el otro saca una tarjeta de crédito que, casualmente, nunca acepta el camarero.
Al final no le queda a uno otra salida que emborracharse para olvidarse de todo, y sólo a veces se encuentra uno con un camarero amable y comprensivo que nos invita a alguna ronda.