21 junio 2006

Yo, que imaginaba el paraíso bajo la especie de una… librería

Uno tiene muchos defectos –bueno, también virtudes, pero no está bien airearlas uno mismo- y uno de los mayores es la manía, casi compulsiva, de comprar libros. Pero, y esto es importante, no un libro cualquiera. O sea, no me vale con bajar la Ribera de Curtidores hasta el VIPS y comprar el primer libro de oferta o uno de los pocos de novedades –de fondo ni hablamos- que tienen. No, yo no busco “un libro cualquiera”, lo que hace que la afición lectora se vuelva un defecto es que cuando quiero un libro quiero ése y tan sólo ese. Así que no puedo ir a una tienda cualquiera de esas en las que venden libros como si se tratase de clavos, toallas o unas zapatillas. No, uno tiene que irse a una librería, una de las de verdad.
El otro día comentaba que eso no es muy frecuente –lo de que haya librerías como Dios manda-, y por eso acostumbra a andar uno como alma en pena de librería en librería en busca de ese libro que quiere.
Tengo suerte, dentro de lo que cabe, de vivir en una ciudad más o menos bien surtida de librerías, y de habitar en un barrio suficientemente céntrico para que no me caigan muy retiradas de mi casa. Y aún así creo que hay pocas, y aún así hay veces que me vuelvo a casa sin el libro que quería.
A veces uno vuelve acompañado por otro. Este es otro de mis defectos, que tengo una visión del mundo, y por lo tanto de la satisfacción de mis deseos, por extensión de mis necesidades, suficientemente dócil como para no tener que retirarme a casa y cortarme las venas. Y digo que es un defecto porque esa docilidad y adaptabilidad la pongo en práctica no sólo con los libros, sino también por ejemplo a la hora de ligar. Yo creo, como Bauman, que la modernidad es líquida, y que hay que saber adaptarse igual que hace la modernidad a las situaciones.
Pero esto siempre choca con las limitaciones propias del entorno. Por ejemplo, no hay manera de ligar con una persona u otra si no hay personas con las que ligar y, del mismo modo, no hay manera de conseguir ese libro si no hay donde comprarlo.
Así que estos días me he alegrado mucho de vivir aquí y no en Cáceres. Llevo un par de días leyendo con cierta angustia la historia de la librería Boxoyo, que han cerrado sin dar demasiadas explicaciones. Del asunto me he enterado por el blog de Álvaro Valverde –lo tienen en la lista de enlaces del lateral, así me ahorro tener que andar generando otro en mitad del texto, que los hipervínculos son poco agradables estéticamente- en el que se da buena cuenta de los sucedido.
Parece ser que no es la primera vez que los lectores de Cáceres se ven en una de estas, ya que los libreros –que tuvieron el detalle de llevarse la librería del centro histórico, moderno y algo descafeinado como todos los centros urbanos de las capitales de provincia que se construyeron en el franquismo, al casco histórico, y así les pagan- ya se vieron obligados, por la denuncia de un vecino al que le preocupaba el peso de los libros en las estanterías, a reducir la oferta de este paraíso –Borges, veinte años lejos de nosotros, dixit- y dejar a los lectores un poco más desamparados. Le sorprende a uno que, la misma técnica que se usa para acabar con los bares y las salas de fiesta –el control de aforo- sea la misma con la que se cierren las librerías en Cáceres. Supongo que el vecino debe seguir la vieja doctrina franquista –a más sean, y si actúan en comandita, más peligrosos son.
Yo creo que esto se soluciona de un modo muy sencillo. Basta con que el ayuntamiento mande un perito y que decida cuántos libros aguantan las paredes del inmueble. Que indique si hay algún tipo de reforma estructural que permita a los libreros llevar tantos libros como deseen y, en caso de haberla, que la pague el ayuntamiento –si el libro es un bien cultural hay que ponerlo al alcance del dueño, que bastante tiene con pagar la letra del local-, y, para eliminar futuros problemas, que realoje al vecino latoso en algún barrio descafeinado de casas de hormigón sin estanterías cargadas que pongan en peligro su estructura.
Y que dejen a la gente morirse a gusto entre libros, coño, que no hacen daño a nadie de ese modo.