05 junio 2006

DeGeneraciones

Ahora resulta que en literatura también hay Big Bang. Juan Palomo, en su columna de El Gutural -que al fin y al cabo dirige- hablaba del Big Bang a vueltas de la especial atención que en la Feria del Libro de Madrid -que tiene más de feria que de libro, eso está claro, y se nota más cada año le pese a quien le pese-, y hoy en la sección de Cultura -¿Cultura o mecado de la cultura?- de El País se nos brinda un "big bang" nuevo. Para nuestra sorpresa, cuando aún no nos habíamos acostumbrado a lo del boom, el posboom, el crack, y cuantas etiquetas estúpidas acuñan los periodistas -esos publicistas frustrados- cada cierto tiempo, no sabe uno si por cosecha propia o bien porque se lo indica así algún avispado de una editorial -lo más probable-, nos llega ahora una nueva acuñación.
Como todas esas "denominaciones de marca" destaca por su arbitrariedad, tanto en la elección del nombre -que tiene que sonar a algo explosivo, o al menos ruidoso, de no ser así no llama la atención mediáticamente, y tener pocas sílabas, a ser posible, con una pronunicación anglófona o onomatopéyica, para que la puedan memorizar con rapidez, como un eslogan-, como en la inconsistencia del denominador común que reúne a los autores a los que se mete en la nómina. Y digo inconsistencia porque lo único que tienen en común es que son autores muertos o poco conocidos que viven ahora una segunda juventud con la reedición o edición, de sus libros.
En el artículo se cita a Marai, que evidentemente sí que es un éxito impredecible y muy curioso, ya que se ha convertido en un superventas, y en eso tal vez tenga mucho que ver con el toque kitsch de su literatura, que acerca al lector común de un modo más nítido y masticado al lector las preocupaciones de otros autores nostálgicos de esa Mitteleuropa austrohúngara -vaya por Berlanga- como Joseph Roth. De no creerlo ahí tienen El último encuentro -mucho más bonito el nombre del libro en la edición en inglés: Embers (Brasas)- donde la tensión del final de un mundo de libros como La cripta de los capuchinos o El busto del emperador. Mientras estos libros se ven encadenados al pudor, con esa técnica fascinante que permite a Roth mostrar como unos seres educados en la sobriedad del Imperio no pueden actuar en el nuevo mundo en el que se encuentran sumidos del modo más literario posible, mostrando la misma contención en el estilo de la que hacen gala los personajes, en el de Marai todo eso se transforma en un folletín de alto rango, en una telenovela exigente pero telenovela a fin de cuentas, donde se nos dice como nos debemos sentir, como debemos asimilar la historia, que al final se revela un poco estúpida, algo simplona para tanta vuelta como se le ha dado.
Pero también se cita a Schnitzler o Zweig, que son autores de segunda fila que deben, sí ser reeditados y puestos al alcance del lector pero que no están, ni mucho menos, a la altura de los grandes de la literatura germana de su época, como el citado Roth o, Mann o Musil. Y desde hay se van desgranando una serie de autores menores, justamente menores, que están siendo ahora recuperados no porque se haya visto en ellos unas genialidades que, hasta ahora, pasasen desapercibidas, sino porque, frente a la banalidad imperante, resultan especialmente profundos. Y así sucede con casi todos los que se van nombrando en el artículo.
Que a un lector medio le parezca la Novela de Ajedrez de Zweig una gran novela está directamente relacionado con que la "lilteratura" que se vende sean cosas como el Da Vinci, Follet o las catedrales marinas. Porque, claro, en el país de los ciegos, el tuerto es el rey. Supongo que es más fácil enfrentarse a ciento y pico páginas de generosa tipografía -en Acantilado hacen los libros bien- que acometer las mil y pico de La montaña mágica, pero es que, evidentemente, la diferencia es mucha.
Pero no vamos a ser tan crueles. Ciñámonos a novelas de similar tamaño, como La muerte en Venecia o el Jacob Von Gunten de Walser. Y no hay color, y uno sabe que las comparaciones son odiosas, pero sobre todo por lo clarificadoras que resultan, ya que no entendemos el calor si el frío, ni lo blanco sin lo negro, etc. A mí la novela de Zweig me parece una inicación inmejorable en la literatura, como lo fue, en mi caso, la lectura del Demian de Hesse con mis catorce años. Pero con catorce. Cuando uno ve a un adulto hecho y derecho haciendo una apología entusiasta de Zweig uno sonríe, porque es importante que un enorme grupo de autores que permanecieron en lo más lóbrego de las bibliotecas vuelvan a ser conocidos, pero si acto seguido uno escucha cosas del tipo de que Zweig es el mayor autor en lengua alemana de entreguerras a uno se le suben los colores. Hay que leer un poco más y pontificar un poco menos, hombre. Al final lo que suelen descubrir estas cosas es lo poco que ha leído gente que presume de hacerlo mucho.
Recuerdo una conversación simpatiquísima de un grupo de chicos de unos dieciocho o veinte años, serían cuatro o cinco, que escuché en un vagón de metro hará unos tres años -justo antes de que estrenaran la primera de las películas de la trilogía de El señor de los anillos- en la que uno de ellos, convencido de la calidad del libro, les exhortaba al resto a su lectura. "Es fantástico" -les decía- "uno empieza a leer y se le van las horas". Y uno, que es ingenuo, pensaba que ahí tenía a uno de los suyos, un lector proselitista que pasa libros como un camello dosis, sin importar mentir para encontrar nuevos clientes. Pero en esto le escuché: "Además, Tolkien es un gran escritor, comparable a Cervantes, y la epopeya del Señor de los anillos es más grande que la Ilíada y la Odisea juntas". Uno escucha muchas tonterías a lo largo del día, sobre todo en el bar en el que como entre diario, como ya sabrán los asiduos de la bitácora, y ha aprendido a escuchar esas tonterías como quien oye llover. Pero he de reconocer que eso me llegó al alma. Así que me tuve que girar y decirle al simpático chico, con sus pantalones de chándal, su camiseta negra con estampado de banda de rock duro y su aire imberbe, qué recuerdos: "¿Pero tú has leído a Homero o a Cervantes para decir las tontunas que dices? ¿Sabes inglés para valorar la calidad literaria de Tolkien? ¿Te has leído realmente las mil quinientas páginas -edición en tres volúmens de Minotauro que yo leí- como para decir lo que dices o estás repitiendo como un loro lo que decían en el Making of que has visto en la tele?" El chico y sus amigos se me quedaron mirando como lo hacíamos mis amigos y yo cuando algunos de los numerosos locos de mi barrio nos abordaban con preguntas estrafalarias en los parques donde jugábamos. Así que prefirí no insistir, me di cuenta de que, una vez más, no había sabido controlarme. Porque lo que debe hacer uno es dejar que la gente se crea lo que le dicen, sobre todo si le hace feliz. Y más si así descubren lo de Jesús tuvo hijos, y la leche de Sión...
Supongo que es lo que debería haber hecho al leer el artículo del periódico. Haber pensado: cuantás cosas no se leen hoy, Dios mío. Pero la verdad es que no es así. Lo que indica que muchos de estos autores estén llegando a España ahora es, por un lado, que por fin hay en estas tierras un nutrido grupo de traductores competentes de lenguas eslavas, que nos están permitiendo conocer unas literaturas maravillosas que hasta ahora se habían traducido poco -o nada- y mal. A esfuerzos como los de Acantilado tenemos que agradecer libros como El distrito de Sinistra de Bodor, que es de lo mejor que he leído en años. O la recuperación de títulos inencontrables de Roth -lo que daría uno porque Edhasa puliera la traducción de La marcha Radetzky-, y muchos de los autores que se citan en el artículo. Pero, dejémoslo claro ya, ni todo el cine yanqui es malo, ni todo el iraní es bueno.
Que los pequeños editores, a falta de poder poner las manos sobre autores de mayor caché, estén tirando de reediciones y publicaciones de autores menores o poco conocidos, es algo lógico. Que los vendan como autores "imprescindibles" es, también, normal, porque estos editores tienen la fea costumbre de querer comer. Que algunos de ellos sean excelentes es algo previsible ante todo lo que se publica -y un justo castigo a las grandes editoriales, aferradas a los grandes nombres e incapaces de leer un sólo manuscrito o un sólo libro extranjero cuyo autor no conozcan-, pero de ahí a agruparlos y acuñar un nuevo término comercial va un largo trecho.
A mí me recuerdan estas cosas a las simpáticas explicacines de una chica, recién salida de la facultad, que vino a hacer las prácticas a mi clase de literatura de COU -de segundo de COU para ser exactos. Primero nos explicó la "literatura hispanoamericana del siglo XX", donde sólo existía el boom -Ruben Darío, Rulfo, Borges, por citar a los incontestables, no le sonaban- y resulta que todos los escritores de ese "movimiento" -lo juro, lo llamó así, movimiento, como el obrero- destacaban por su fusión de la fantasía con la realidad cotidiana. A lo que yo le dije que sí, que eso es lo que hacía Vargas Llosa, que acababa de citar, y Fuentes, que también había citado, y Sábato -al que no conocía-, y casi toda la obra de Cortázar y el propio García Márquez. Lo mejor de todo es que ella no se enteró de nada, porque me dijo que sí, que claro, que eran buenos ejemplos.
Este es el panorama, donde las ferias se parecen más a las de ganado -con todo mi respeto a las ferias de ganado, que saben en qué consiste su trabajo y lo hacen muy bien- con los autores estabulando en las casetas, y las publicaciones se denominan lanzamientos -como los de un nuevo coche o un detergente- y a los libros que se van a vender o se venden "acontecimientos editoriales" en vez del más sincero "éxito de ventas", cualquier cosa puede suceder.