El fútbol no vende, como afición propia de escritor quiero decir -no se vayan a asustar los publicistas- porque parece que juntar palabras está reñido con darle patadas a un balón. En Sudamérica tienen la ventaja de que esto no es así, pero aquí en el Viejo continente las cosas no parece que tengan mucho aire de cambiar. Y eso que cada vez más escritores no tienen el más mínimo reparo en confesar su afición balompié. A mí, a bote pronto -leo en el Diccionario de Manuel Seco que el origen de dicha expresión tiene un origen político-, se me ocurre Juan Bonilla, por ejemplo, y sé que hay más, pero no me apetece citarlos.
A mí me gustan poses como la de Trapiello, que cuando le piden un cuento sobre fútbol hace uno sobre el futbolín -por cierto, qué fino estilista he sido yo en los billares, la de noches que he pasado siendo del Real o del Atleti alternativamente- y queda la mar de bien, porque del mismo modo que un campo de fútbol puede ser el reflejo del universo puede serlo también el pequeño recinto de los muñecos ensartados por un hierro, de hecho a mí me parece una imagen más vanguardista y acabada.
Además, en unas fechas como estas, en que la gente sale a la calle con banderas rojigualdas con siluetas de toros -¿le habrán dado alguna vez a Manolo Prieto derechos de autor por el dichoso toro los del brandy?- no queda muy cool ir diciendo por ahí que en lo que va de mes se va uno corriendo de la oficina a casa para poder ver los partidos a las nueve de la noche. Pero es lo que hay, y es lo que uno hace, a quien no le guste tiene otros cinco canales.
No, los escritores no suelen confesar que les gustan los deportes. Sobre todo verlos, como cualquier hijo de vecina, tirado en el sillón con una cerveza. Pero, qué demonios, hay pocas cosas tan divertidas como estar con unos colegas, cañas de por medio, comentando los errores en los que está cayendo tal o cual equipo -todos los españoles somos seleccionadores, ya lo dijo Camacho- y dar un grito cuando tu equipo -del que eres aficionado, no se confundan, que ya sabemos que Dimitri Piterman hay solo uno- mete un gol.
Lo peor de todo es que uno, que de fanático tiene poco, se pone más cerril cuando alguien le quiere afear o prohibir algo. Así que a mí, que me gusta el fútbol lo justo y que no renunciaría a demasiados planes por ver un partido, me sale el futbolero que llevo dentro si me dicen que no debo serlo.
Me pasó el otro día, estaba tomando un par de cañas con un amigo en un bar en el que tenían puesto el fútbol, y me llamó una chica a la que conocí en una fiesta una semana antes. Al escuchar el ruido de fondo me dijo: ¿Estás en un bar viendo el fútbol? No pensé que fueras de "esos".
Por fortuna en ese momento me dejé guiar por la intuición -Valdano dice que todo buen delantero debe tener intuición, la velocidad punta de la inteligencia, para definir la jugada, y no se si lo sabe o no pero entronca así con el pensamiento medieval de Dante- para contestar, y yo, que de "esos" no me he sentido nunca, en ese momento dije que sí, que he pedido vacaciones en el trabajo para poder verme todos los partidos, que le he dicho al quiosquero que, en vez de un periódico de verdad, me guarde el Marca, y que lo de vernos lo dejamos para mediados de julio, cuando haya terminado el Mundial.
Y eso si no me engancho al Tour, qué leches.