De un tiempo a esta parte me pregunta la gente qué voy a leer en verano. Y la mayoría de las veces no se qué contestar. Pero esta sí.
Como me paso el año leyendo los ejercicios de los alumnos, los libros para las reseñas y demás, o sea que estoy todo el día rodeado de literatura, he decidido que, este verano, me voy a dar un atracón de textos cotidianos. Nada de esos enormes libros que todo el mundo guarda para el verano –y que al final suponen sobrepeso de equipaje a la ida y sobrepeso a la vuelta-, como los de Mann o Dostoievsky –el crimen es empezarlo y el castigo terminarlo-, o aprovechar la lejanía de los conocidos para leer esos libros con los que nos da vergüenza que nos vean –como el del croasán o el de Ana Rosa.
Me voy a leer, así, del tirón, las instrucciones de la crema protectora, porque debo ser tonto y, por mucho que la uso -mi madre siempre insistió en eso-, siempre me quemo. Y no hay nada más latoso que intentar dormir en uno de esos cojines de gomaespuma –siempre que vas a visitar a un amigo con casa en la playa coincides con ciento y la madre y te toca dormir en el colchón de gomaespuma del sofá-nido o en la colchoneta de plástico, no falla- con la espalda quemada.
Me voy a leer también la letra pequeña del folleto de la agencia de viajes, porque siempre hay un hotel, un transfer, algo de lo que me han hecho pagar sin que yo lo supiera o a veces sabiéndolo que no es como aparece en el catálogo de la mayorista. Así que me lo voy a leer todo, las dos o tres páginas de letra minúscula y el reverso del billete. Así al menos me la harán igual que siempre, pero cuando discuta con el guía que nos lleva de una tienda de cristales a una talabartería porque se saca comisión en todas partes, no me podrá torear como lo hace siempre, y al menos por una vez mi novia no me calentará la cabeza en la habitación repitiéndome, como siempre, que me dejó comer por todo el mundo.
Me voy a leer todas las cartas de los restaurantes. Nada de pedir la recomendación del camarero, que encima siempre me coloca lo que está a punto de pasarse, y uno está siempre en el trono en la habitación del hotel de turno. No, me voy a leer la carta entera, aunque no entienda ni jota, para ver todos los platos que tengan, a ver si hay un poco de suerte y tienen una tortillita o algo así. Porque que a uno le hayan convencido de que hay que dejar la casa sola e ir por esos mundos de dios a ver cómo es la gente tiene un pase, pero que encima tenga uno que comer las asquerosidades que se meten para el cuerpo…
Voy a leerme, enteros, de cabo a rabo, los folletos de la oficina de turismo del país en cuestión al que me marche de vacaciones, porque cada año tengo la misma sensación de imbécil cuando vuelvo a la oficina y me pregunta qué tal estaba tal o cuál sitio maravilloso al que van todos los turistas. Entonces yo les recuerdo que al lugar que yo me he ido de vacaciones es X, noY, que se deben estar equivocando. Pero me responden que no, que ellos ya estuvieron en X y vieron tofdas esas cosas. Y por si me quedan dudas siempre llega alguien de otro departamento -casi siempre es contabilidad, como se nota que no se les pasa una- y me dice que claro, que ahí se llega haciendo tal o cuál camino, y que él tiene unas fotos muy bonitas. Ya me las pasará. No, no te molestes, hombre. No, si no es molestia, si te las envío por correo electrónico y punto. Y cuando te llegan están ahí, todos sonrientes, delante de un montón de ruinas con la bandera del país en el que tú has estado.
Voy a leerlo todo. Todo lo que nunca leo. Y voy a dejar de pasar el verano como hago siempre, todo el día leyendo tirado en la playa o en el sofá de casa.
O a lo mejor no, lo mejor es que haga como siempre –no lo comentéis por ahí- que es decirle a todos que me ido a Pernambuco, desconectar la roseta del teléfono, y quedarme los quince días tirado en el sofá leyendo. Cualquier cosa, hasta la fecha de caducidad de las cervezas.