A punto de publicar un nuevo libro de relatos que hará temblar a críticos y autores -los unos porque se sentirán enormemente perdidos, los otros verdes de envidia- es el momento de recuperar uno de sus cuentos más celebrados. Incluido en Las buenas intenciones y otros cuentos, es una muestra de la asimilación de la estética del absurdo por parte de esta trituradora de los movimientos estéticos y contraculturales del siglo pasado.
El lector superficial encontrará un retrato humorístico de una escena algo absurda, el atento podrá intuir que, bajo el barniz del humor, se nos está indicando la profunda frustración que todos sentimos en nuestras carnes por el mero hecho de existir.
Degústenlo.
La dura realidad
-Quería un bombón de nata -le digo al hombre de los helados.-No me quedan -me contesta él.
-¡Vaya! Pues tenía yo capricho con la nata, ya ve. En fin. Entonces deme uno de vainilla. De los que llevan almendra.
-No hay.
-Ya bien… pues un polo de hielo, venga. De estos de aquí: de naranja.
-Se han acabado -dice.
-¿Está usted seguro de que vende helados?
-Sí.
-Muy bien: pues deme un polo de limón.
-Tampoco hay.
-Entiendo. ¿Y un heladito del corte?¿No tendrá usted por casualidad un heladito del corte?
-No me quedan galletas.
-Ajá. Oiga: ¿y si en vez de este cartel que pone “Helados” coloca otro que diga “Se fastidia a la gente”?¿No piensa que sería más comercial?
-Puede.
-Porque polo de fresa tampoco tendrá.
-No.
-Y de pistacho, mucho menos; claro.
-Se han terminado.
-Está bien. Ahora deje que lo adivine yo: si le digo si tiene tarrinas, me va a decir usted que no le quedan cucharillas ¿a que sí?
-Eso es.
-Ya. Mire: dígame una cosa y acabamos antes: ¿de que leches le quedan helados?
-Me queda lo que ve. Caramelos y latas frías.
-Pero helados no tiene.
-No.
-Y en cambio aquí arriba, en el cartel del puesto, dice “Helados”. No dice: “Se da por saco con caramelos y latas frías”. Dice “Helados”. Yo lo leo perfectamente: “Helados”.
-Sí.
-Ya. Oiga, dígame otra cosa: hay una cámaro oculta ¿no es eso? Dentro de un momentito va a salir de aquella furgoneta un gilipichis trajeado, con un micrófono en la mano y un montón de helados de nata. Lo he acertado ¿verdad?
-No.
-Entonces es cierto que no vende helados.
-Sí vendo helados.
-No: no me quiera hacer ver lo blanco negro. Usted no vende helados. Usted tiene un puesto de no vender helados.
-Vendo helados.
-Está bien. Pues véndame uno. Quería un bombón de nata por favor.
-No me quedan.
-Bien… pues uno de vainilla entonces. De los que llevan almendra.
-No hay.
-¿Lo ve?
-Qué.
-Que usted no vende helados después de todo.
-Sí vendo helados.
-No señor. No los vende. ¿O es que me toma por idiota? Usted está aquí, en su puesto, haciendo como si vendiera helados, con el único fin de enmierdar a la gente. Esa es la realidad.
-No. La realidad no es esa. Yo vendo helados. ¿No lo ha leído? Lo dice aquí, en el cartel del puesto: “Helados”. De qué se extraña. No hay cámaras ocultas. Esto es la dura realidad.
-De acuerdo. Usted gana. ¿Qué tal si comenzamos otra vez? Vamos a ver: no importa el tiempo que nos lleve ¿vale? Quiero un helado. Sólo eso. Es todo lo que quiero es esta vida. Usted los vende ¿no? Muy bien. Pues véndame entonces una mierda de helado.
-De qué lo quiere.
-De nata. Lo que yo quiero es un bombón de nata -le digo al hombre de los helados.
-No me quedan -me contesta él.
Ángel Zapata