09 junio 2006

El fin de las librerías


Con la hipocresía habitual, los dirigentes de las asociaciones más o menos profesionales dedicadas al libro –y que pagamos un poco todos- se lamentan de la desaparición de la pequeña librería, del librero independiente que “no puede hacer frente” a las cadenas o grandes superficies de librería y que la única salida es mantener el precio fijo del libro. Digo hipocresía porque sí veo dinero público malgastado en mantener otros negocios igual, por lo visto de ruinosos, así que no sé por qué no gastarlo en este.
Por un lado hay que señalar que seguir reivindicando el precio fijo como única receta de defensa del librero es, a todas luces, muy ingenuo. El precio fijo ha estado establecido desde hace años y el número de librerías no deja de descender. Siempre queda la misma excusa, que sale siempre a colación, y que no es otra que el libro de texto. El Director General del Libro, Rogelio Blanco, señala que la solución sería la gratuidad del libro de texto, que el estado se encargue de pagar dicho material escolar. Yo, en tal caso, sólo veo beneficios para el editor –que podría fijar un precio que el estado pagaría y punto-, pero no para el librero, que se queda sin poder vender dichos libros.
Así que, salvo que el comportamiento social cambie –esto lo podría analizar mejor un sociólogo que yo- creo que no va a cambiar una tendencia que es natural y que está provocada por otra causa que, uno no sabe si por vergüenza o por piedad, no se dice: que muchas librerías cierran porque no son librerías. Cuando uno se imagina una librería piensa en un comercio que va más allá del mero receptáculo de mercancía con un precio marcado que se paga por dichos objetos. Uno se imagina un lugar donde además de mercado hay cultura, donde el dependiente puede asesorarle a uno, donde hay un cariño por el objeto que se vende y que pasa por no considerar un libro como un legajo de papeles cosidos, sino como un contenedor de pensamiento a la espera de ser vaciado por un lector.
Pero la práctica demuestra que no es así en la mayoría de los casos. Por un lado porque se llama librería a comercios que son entendibles como tal en un pueblo pero no en una capital de provincia y menos aún en una ciudad de más de un millón de habitantes. Llamar librería a ese local donde se pueden encargar los libros de texto de los dos colegios del barrio, donde hay una nutrida variedad de material escolar, algunos juguetes y una mesa, de un metro cuadrado como mucho, con algunas novedades editoriales –las mismas siempre, por cierto, que se encuentra uno en un hipermercado- y un par de ediciones escolares o de bolsillo de los libros que exige el profesor de turno es de una hipocresía notable. Es en esos establecimientos donde se cumple lo que indican los estudios del sector: que se sustituyen los libros por prensa y chucherías. Pero es que no se sustituye nada, porque para los que regentan esos locales un libro no es muy distinto de una caja de gominolas, de hecho es muy probable que la caja de gominolas sea más apetecible para ellos. Si los establecimientos que mueren son esos uno sólo puede decir, sinceramente, que se alegra.
Porque lo que yo veo –y esto sí que hay que circunscribirlo a una gran ciudad como Madrid- es que hay más librerías que antes. Son más pequeñas y sus dueños, que por regla general son seres atravesados por una locura doble: la del lector y la del Quijote que se mete a batallas perdidas, demuestran conocer un poco mejor, pese a su ingenuidad, el mundo que les rodea.
La nueva librería, y la clásica que se mantiene, o bien está especializada o bien es un territorio mestizo donde se genera un entorno cultural. Hace unos años en Madrid no había casi ninguna librería especializada en libro infantil. Hoy hay unas cuantas, y algunas son deliciosas, como la Biblioketa, Leo el Dragón lector, y más que me dejo en el tintero. En otros casos se crean entornos donde a uno le apetezca pasar el rato, como la librería de los Pita Púertolas, El bandido doblemente armado, donde uno puede tomar algo en la barra o en las mesas, comprar libros –están especializados en novela negra-, música o cómics.
Pero incluso las librería general, si está bien planteada, funciona. Ahí está La Central, que tiene ya cinco tiendas y cuya única receta ha sido contratar a gente a la que le gustan los libros, considerar que el lector moderno está interesado en una variedad de materias y por lo tanto ofrecerlas al lector, hacerlo en numerosos idiomas –en un mundo globalizado una librería de verdad no puede ser local-, y tener fondo –porque eso de “se lo encargo” es uno de los coitus interruptus más desagradables para un lector.
Y por otro lado están las librerías de viejo. Cada vez hay más, tienen más negocio y está montado de un modo más inteligente. Si hay un sector que ha entendido fantásticamente las posibilidades de Internet, ése es el del librero de viejo. Hoy, con una página web y un poco de cabeza no hace falta ni pagar un local comercial donde tener los libros, basta un trastero bien ordenado.
Que las librerías están muriendo… yo la verdad es que no sé a qué se dedican estos gerentes del mundo del libro. Está claro que a leer y a comprar libros no.