Así que aquí estamos, a la espera de más textos de esta narradora tan subyugante -para reforzar el concepto he incluido la foto, y debo decir que además no me ha sido nada difícil localizar imágenes en las que está tan bella como en esta- que tanto nos deleita a mí y a Juan Bonilla, que incluyó este texto en su poética sobre el cuento de Pequeñas resistencias. La traducción es mexicana, he intentado pulir los mexicanismos más evidentes, pero con o sin ellos, el texto es bueno, a disfrutarlo.
“Está bien que nos avisen,” admitió Shoba después de leer el anuncio en voz alta, más para sí misma que para Shukumar. Dejó que la correa de su bolso de cuero, repleto de documentos, resbalara de sus hombros, y lo dejó en el pasillo mientras caminaba hacia la cocina. Llevaba un abrigo azul, pantalones grises y zapatillas blancas; se veía, a los treinta y tres, como el tipo de mujer al que alguna vez juró que nunca se parecería.
Venía del gimnasio. El carmín rojo se podía apreciar sólo en la comisura de su boca, y el delineador había dejado manchas de carbón bajo sus pestañas inferiores.
Solía verse así a veces, pensó Shukumar, en las mañanas después de una fiesta o de una noche en el bar, cuando ella tenía demasiada flojera para lavarse la cara, demasiado ávida de entregarse a sus brazos. Ella dejó caer la correspondencia en la mesa sin mirarla. Sus ojos estaban todavía fijos en el anuncio que tenía en las manos. “Deberían hacer esto durante el día”.
“Cuando yo estoy aquí, quieres decir,” dijo Shukumar. Puso la tapa de vidrio en una olla con cordero, ajustándola de tal modo que ni siquiera el vapor pudiese escapar. Desde enero, él había estadotrabajando en casa, intentando terminar los capítulos finales de su tesina sobre las revueltas agrarias en la India. “¿Cuándo empiezan las reparaciones?”
“Dice que el diecinueve de marzo. ¿Hoy es diecinueve?” Shoba se dirigió al corcho enmarcado y colgado en la pared junto al refrigerador, vacío salvo por un calendario con motivos decorativos sacados del papel pintado de William Morris. Ella lo miró como si lo viera por primera vez, estudiando cuidadosamente el diseño en la parte superior antes de permitir que sus ojos descendieran a la trama numerada de la parte de abajo. Un amigo les había enviado por correo el calendario como regalo navideño aunque Shoba y Shukumar no hubieran celebrado la navidad aquel año.
“Es hoy, entonces,” anunció Shoba. “Por cierto, tienes una cita con el dentista el viernes que viene.”
Él pasó su lengua por la parte superior de sus dientes. Había olvidado cepillárselos esa mañana. No era la primera vez. No había salido de casa en todo el día, ni el día anterior. Cuanto más estaba Shoba fuera de casa, cuanto más comenzaba ella a hacer horas extras y a tomar trabajos adicionales, más quería él quedarse en casa, ni siquiera para ir por el correo o comprar fruta o vino que estaban en las tiendas junto a la parada del tranvía.
Hacía seis meses, en septiembre, Shukumar estaba en un congreso académico en Baltimore cuando Shoba empezó el trabajo de parto, tres semanas antes de la fecha prevista. Él no había querido ir al congreso, pero ella insistió. Era importante empezar a hacer contactos y él iba a entrar al mercado laboral al año siguiente. Ella le dijo que tenía el teléfono del hotel y una copia de los horarios y números de vuelos y que se había organizado con su amigo Gillian para que la llevara al hospital si surgía una emergencia. Cuando el taxi salió de la casa aquella mañana hacia el aeropuerto, Shoba se despidió de él en la puerta de casa en bata, con una mano descansando en el montículo de su vientre como si fuera una parte perfectamente normal de su cuerpo.
Cada vez que pensaba en ese momento, el último en que vio a Shoba embarazada, lo que más recordaba era el taxi, una camioneta pintada de azul con letras rojas. Una caverna comparada con su propio coche. Aunque Shukumar medía casi unonoventa, con unas manos demasiado grandes hasta para acomodarlas en el bolsillo de sus jeans, se sintió diminuto en el asiento trasero. Mientras el taxi iba por la calle Beacon, se imaginó el día que él y Shoba necesitaran comprar su propia camioneta, para llevar y recoger a sus hijos de las clases de música y las citas con el dentista. Se imaginó a sí mismo sosteniendo el volante, mientras Shoba se daba la vuelta
para repartirles juguitos a los niños. Alguna vez estas imágenes de paternidad le habían molestado, sumándose a la preocupación de que aún era un estudiante a los treinta y cinco. Pero esa mañana de otoño, con los árboles todavía cargados con hojas de bronce, disfrutó por primera vez esa imagen.
De algún modo, alguien del personal lo había encontrado en una de las idénticas salas de convenciones y le había dado un cuadrado rígido de papel. Sólo había un número telefónico, pero Shukumar supo que era el del hospital. Cuando regresó a Boston ya todo había terminado. El bebé nació muerto. Shoba estaba en la cama dormida, en un cuarto privado tan pequeño que apenas había espacio para pararse junto a ella, en un ala del hospital que no estaba en el recorrido para futuros padres. Su placenta se había debilitado y le habían hecho una cesárea aunque no a tiempo. El doctor explicó que esas cosas pasaban. Sonrió del modo más amable posible en que es posible sonreírle a la gente y que sólo los profesionales conocen. Shoba podría ponerse de pie en unas cuantas semanas. No había nada que indicara que ella no pudiera tener niños en el futuro.
Esos días Shoba ya se había ido siempre que Shukumar se despertaba. Él abría los ojos y veía las negras hebras de cabello que ella había dejado en la almohada y pensaba en ella, vestida, sorbiendo su tercera taza de café del día, en su oficina en el centro, en la que buscaba errores tipográficos en los libros de texto y los marcaba con un ejército de lápices de diferentes colores y en un código que alguna vez le había explicado. Ella haría lo mismo con su tesina, le prometió, cuando estuviera lista. Envidiaba lo específico de su tarea tan diferente de la naturaleza elusiva de la suya. Él era un estudiante mediocre que tenía facilidad para absorber los detalles sin curiosidad. Hasta septiembre había sido dedicado, sino diligente, resumiendo capítulos, apuntando argumentaciones en bloques de papel amarillo con líneas. Pero ahora podía quedarse en la cama hasta aburrirse, mirando su lado del armario, que Shoba siempre dejaba medio abierto, en la fila de las chaquetas de tweed y los pantalones de pana que no tenía que elegir para dar sus clases este semestre.Tras la muerte del niño era demasiado tarde para dejar la docencia. Pero su tutor había arreglado las cosas para que tuviera el semestre de primavera para él. Shukumar estaba en su sexto año de la universidad. “Eso y el verano te darán un buen empujón”, le había dicho su tutor. “Ya tendrías que tener todo terminado para septiembre.”
Pero no había nada empujando a Shukumar. En lugar de eso pensaba en cómo él y Shoba se habían convertido en expertos en evitarse el uno al otro en su casa de tres dormitorios, pasando todo el tiempo posible en plantas diferentes de la casa. Él pensaba en que ya no anhelaba los fines de semana, esos en los que ella se sentaba durante horas en el sillón con sus lápices de colores y sus archivos, de modo que él no quería poner un disco en su propia casa por miedo a parecer maleducado. Pensaba en cuánto tiempo había pasado desde que ella lo había mirado a los ojos y sonreído, o susurrado su nombre en las raras ocasiones en que todavía alcanzaban el cuerpo del otro antes de dormirse.
Al principio había creído que iba a pasar, que él y Shoba lo superarían de alguna manera. Ella sólo tenía treinta y tres. Era fuerte, estaba de pie de nuevo. Pero no significaba un consuelo. Normalmente, era casi hasta la hora del almuerzo cuando, al fin, Shukumar salía de la cama y bajaba hacia la cafetera, sirviéndose el café que Shoba le había dejado, junto a una taza, sobre la repisa.
Shukumar recogió las pieles de cebolla con la mano y las tiró a la basura, sobre las tiras de grasa que le había quitado al cordero. Dejó correr el agua en el fregadero, remojó el cuchillo y luego la tabla para picar, y se pasó un limón por los dedos para deshacerse del olor a ajo, un truco que había aprendido de Shoba. Eran las siete y media. A través de la ventana vio el cielo como un pequeño vacío negro. Todavía había sobre las banquetas algunos bancos disparejos de nieve, a pesar de que hacía el calor suficiente como para caminar sin gorro ni guantes. Habían caído casi noventa centímetros en la última tormenta, y la gente tenía que caminar en una sola fila, en surcos estrechos. Durante una semana ésa había sido la excusa de Shukumar para no salir de casa. Pero ahora los surcos se estaban ensanchando, y el agua escurría constantemente hacia los desagües en el pavimento.
“El cordero no va a estar listo a las ocho,” dijo Shukumar. “Vamos a tener que comer a oscuras.”
“Podemos prender velas,” sugirió Shoba. Se soltó el pelo, limpiamente recogido en la nuca durante el día, y se sacó las zapatillas sin desamarrarlas. “Voy a darme una ducha antes de que se vaya la luz”, dijo ella, dirigiéndose a la escalera. “Ahora bajo.”
Shukumar puso su morral y sus zapatillas a un costado del refrigerador. Ella nunca había sido así. Solía colgar su abrigo en una percha, sus zapatillas en el armario y pagaba las facturas tan pronto como llegaban; pero ahora ella trataba la casa como si ésta fuera un hotel. El hecho de que el sillón amarillo de la sala no combinara con la alfombra turca azul y marrón ya no le molestaba. En el porche de la parte trasera de la casa, sobre la silla de mimbre, había una bolsa blanca llena de encaje que ella alguna vez había pensado en convertir en cortinas.
Mientras Shoba se bañaba, Shukumar fue al baño de abajo y encontró un nuevo cepillo de dientes en su caja bajo el lavamanos. Las duras y baratas cerdas le hirieron las encías y escupió sangre en el lavabo. El cepillo que usaba era uno de los muchos almacenados en una caja de metal. Shoba los había comprado una vez en que estaban de descuento suponiendo que un invitado decidiera, a última hora, quedarse a pasar la noche.
Era típico de ella. Era del tipo que se prepara para las sorpresas, para las buenas y para las malas. Si encontraba una falda o un bolso que le gustara compraba dos. Guardaba las utilidades de su trabajo en una cuenta separada a su nombre. Eso no le había preocupado a él. Su propia madre se había destrozado cundo murió su padre, abandonando la casa en la que creció y regresando a Calcuta, dejando a Shukumar para que arreglara todo. Le gustaba que Shoba fuera diferente. Le asombraba la capacidad que tenía ella para pensar por adelantado. Cuando iba a hacer la compra, la despensa estaba siempre llena de botellas extra de aceite de oliva y de maíz, dependiendo de si iba a cocinar italiano o indio. Había innumerables cajas de pasta de todas las formas y colores, bolsas cerradas de arroz bastami, piernas enteras de cordero y de cabra de los carniceros musulmanes de Haymarket, cortadas y congeladas en interminables bolsas de plástico. Cada dos sábados recorrían el laberinto de puestos que Shukumar acabó aprendiendo de memoria. Observaba boquiabierto cómo ella compraba más comida, siguiéndola con bolsas de tela mientras ella se abría paso en la multitud, peleándose en el sol con niños demasiado jóvenes para afeitarse pero ya sin algunos dientes, que cerraban bolsas cafés de papel con alcachofas, ciruelas, raíces de jengibre y camotes, y los dejaban caer en sus básculas, y se los aventaban a Shoba uno por uno. A ella no le importaba que la trataran con brusquedad, ni siquiera cuando estaba embarazada. Era alta, y de hombros anchos, con unas caderas que la doctora aseguró estaban hechas para tener hijos. Durante el largo regreso en auto a casa, mientras el coche corría junto al Charles, invariablemente se maravillaban ante cuánta comida habían comprado.
Nunca se desperdiciaba nada. Cuando los amigos los visitaban, Shoba podía improvisar comidas que parecía que necesitaban medio día para prepararse, con cosas que había congelado y embotellado, no con cosas baratas de lata, sino con pimientos que ella misma había marinado en romero y chutneys que hacía los domingos, revolviendo jitomates y ciruelas en ollas hirviendo. Sus frascos etiquetados se alineaban en los estantes de la cocina, en un sinfín de pirámides selladas, suficientes, habían decidido, para durar hasta que sus nietos las probaran. Ahora ya se habían comido todo. Shukumar había ido usando las reservas continuamente, preparando comidas para los dos, sacando tazas de arroz, descongelando bolsas de carne día tras día. Cada tarde revisaba con cuidado los libros de cocina, siguiendo las instrucciones a lápiz de Shoba para usar dos cucharadas de cilantro molido y no una, o lentejas rojas en lugar de amarillas. Cada receta estaba fechada, diciendo la primera vez que habían comido ese platillo juntos. Dos de abril, col con hinojo. Catorce de enero, pollo con almendras y pasas. No tenía recuerdo de haber comido esas cosas y, sin embargo, ahí estaban anotadas con su limpia letra de correctora.
Shukumar disfrutaba cocinar ahora. Era lo que hacía que él se sintiera productivo. Si no fuera por él, sabía, Shoba se comería un plato de cereal para cenar.
Esa noche, sin luces, tendrían que cenar juntos. Durante meses se habían servido de la estufa y él se llevaba el plato al estudio, dejando que se enfriara la comida sobre la mesa antes de llevársela, sin pausa, a la boca, mientras que Shoba se llevaba el plato a la sala y veía los programas de concursos o corregía las pruebas con su arsenal de lápices de colores a la mano.
En algún momento de la tarde ella lo visitaba. Cuando él escuchaba que ella se aproximaba apartaba la novela y se ponía a teclear frases. Ella apoyaba las manos en sus hombros y lo miraba a la luz azul de la computadora. “No trabajes tanto”, le decía tras uno o dos minutos y se dirigía a la cama. Era la única vez en todo el día que ella lo buscaba y él, aún así, lo temía. Sabía que era algo que ella misma se obligaba a hacer. Ella miraría las paredes de la habitación que habían decorado juntos el verano pasado con una cenefa de patos desfilando y conejos tocando trompetas y tambores. A finales de agosto había una cuna de cerezo bajo la ventana, una mesa blanca transformable con empuñaduras verde-menta y una mecedora con cojines a cuadros. Shukumar lo había desmontado todo antes traer a Shoba de vuelta a casa del hospital, rascando con una espátula los conejos y los patos. Por alguna razón la habitación no le asustaba tanto como a Shoba. En enero, cuando dejó de trabajar en la biblioteca, puso en esa habitación, deliberadamente, su escritorio, en parte porque la habitación lo calmaba, en parte porque era un lugar que Shoba evitaba.
Shukumar regresó a la cocina y empezó a abrir cajones. Trató de localizar una vela entre las tijeras, los batidores, el mortero que ella había comprado en un bazar en Calcuta y que usaba para moler dientes de ajo y vainas de cardamomo, cuando solía cocinar. Encontró una linterna, pero no las pilas, y una caja de velitas de cumpleaños medio vacía. Shoba le había hecho una fiesta sorpresa el mayo anterior. Ciento veinte personas se habían amontonado en la casa: todos los amigos y los amigos de los amigos que ahora evadían sistemáticamente. Botellas de vino verde anidadas en una cama de hielo en la tina en el baño. Shoba estaba en su quinto mes, bebiendo ginger ale en una copa de martini. Había hecho un pastel de vainilla con natillas y caramelo. En la fiesta, toda la noche mantuvo los largos dedos de Shukumar entrelazados
con los suyos mientras caminaban entre los invitados.
Desde septiembre su único invitado había sido la madre de Shoba. Llegó desde Arizona y se quedó con ellos dos meses después de que Shoba regresase del hospital. Cocinaba la cena todas las noches, manejaba hasta el supermercado, lavaba la ropa, la guardaba. Era una mujer religiosa. Tenía un pequeño altar, una imagen enmarcada de una diosa con cara color lavanda y un plato con pétalos de caléndula en la mesita junto a su cama en el cuarto de invitados, y dos veces al día rezaba pidiendo nietos saludables en un futuro. Era amable con Shukumar sin ser amistosa. Doblaba sus suéteres con la habilidad que había aprendido de su trabajo en una tienda departamental. Remplazó un botón en su abrigo de invierno y le tejió una bufanda azul y beige presentándosela a Shukumar sin ninguna ceremonia, como si sólo se le hubiera caído y no se hubiera dado cuenta. Nunca le hablaba de Shoba. Una vez, cuando él mencionó la muerte del bebé, dejó de tejer, lo miró, y le dijo “Pero tú ni siquiera estabas ahí.”
Le pareció extraño que no hubiera velas de verdad en la casa; que Shoba no se hubiera preparado para una emergencia tan común. Ahora buscaba algo para poner las velitas de cumpleaños, y se conformó con la tierra de la maceta de una enredadera que normalmente se estaba en la ventana sobre la tarja. Aunque la planta estaba cerca, la tierra estaba tan seca que tuvo que regarla para que las velas pudieran mantenerse en pie. Apartó las cosas de la mesa de la cocina, el montón de correo, los libros sin leer de la biblioteca. Recordaba sus primeras comidas ahí, cuando estaban tan emocionados de estar casados, de estar viviendo, al fin, en la misma casa, que simplemente se buscaban el uno al otro a lo loco, que estaban más ansiosos de hacer el amor que de comer. Quitó de la mesa dos manteles, regalo de boda de una tía de Lucknow, y colocó los platos y las copas de vino que normalmente guardaban para cuando había invitados. Puso la hiedra en medio, con las hojas en forma de estrella y bordes blancos. Encendió el reloj-radio digital y lo puso en una estación de jazz.
“¿Qué es todo esto?” dijo Shoba cuando bajó las escaleras. Su pelo estaba envuelto en una toalla blanca muy apretada. Se quitó la toalla y la dejó sobre una silla, dejando que su pelo, oscuro y húmedo, cayera por su espalda. Mientras andaba ausente hacia la estufa deshizo algunos nudos con los dedos. Llevaba un pantaloncillo limpio, una playera, una bata vieja de franela. Su estómago lucía plano de nuevo, su cintura delgada antes de la protuberancia de las caderas, el cinturón de la bata atado con un nudo apretado.
Eran casi las ocho. Shukumar puso el arroz en la mesa y las lentejas del día anterior en el microondas, apretando los números en el contador.
“Hiciste rogan josh,” observó Shoba mirando el brillante estofado con páprika por la tapa de cristal.
Shukumar agarró un trozo de cordero con los dedos rápidamente para no quemarse. Agarró otro trozo, mayor, con un cucharón para asegurarse de que la carne salía limpiamente del hueso. “Está listo,” anunció.
El microondas pitó cuando se apagaron las luces y se fue la música.
“Justo a tiempo,” dijo Shoba.
“Sólo pude encontrar velitas de cumpleaños.” Encendió las de la enredadera, dejando el resto delas velitas y una caja de cerillos junto a su plato.
“No importa,” dijo, moviendo un dedo a lo largo de su copa. “Se ve hermoso.”
En la penumbra, él sabía cómo se sentaba ella, un poco adelantada en la silla, los tobillos cruzados contra ésta, el codo izquierdo en la mesa. Durante su búsqueda de velas, Shukumar había encontrado una botella de vino en una caja que pensaba estaba vacía. Detuvo la botella en sus rodillas mientras daba vueltas al sacacorchos. Para no tirar vino levantó los vasos y los sostuvo cerca de sus rodillas mientras los llenaba. Cada uno se sirvió, revolviendo el arroz con los tenedores, entrecerrando los ojos mientras extraían hojas y especias del guiso. Cada cierto tiempo, Shukumar encendía unas cuantas velitas más y las metía en la tierra de la maceta.
“Es como en la India,” dijo Shoba, observándolo cuidar su candelabro improvisado. “A veces la electricidad se va por horas. Una vez estuve en toda una ceremonia del arroz en la oscuridad. El bebé sólo lloraba y lloraba. Seguro hacía mucho calor.”
Su bebé nunca había llorado, reflexionó Shukumar. Su bebé nunca iba a tener una ceremonia del arroz, a pesar de que Shoba ya había hecho la lista de invitados y decidido a cuál de sus tres hermanos le iba a pedir que le diera al bebé su primer bocado de comida sólida, a los seis meses si era niño, a los siete si era niña.
“¿Tienes calor?” Le preguntó. Empujó la resplandeciente maceta al otro extremo de la mesa, más cerca de las pilas de libros y correo, haciendo todavía más difícil que se pudieran ver. De repente
le irritó no poder subir y sentarse enfrente de la computadora.
“No. Está delicioso,” dijo ella, golpeando el plato con su tenedor. “Lo está.”
Él le rellenó la copa. Ella se lo agradeció.
No eran así antes. Ahora él tenía que decir algo que le resultara interesante a ella, algo que la hiciera levantar la vista del plato o de sus galeradas. De hecho, él ya había desistido de entretenerla. Había aprendido a que no le afectaran los silencios.
“Recuerdo que durante los momentos que se iba la luz en casa de mi abuela, todos teníamos que contar algo”, continuó Shoba. Apenas podía ver su rostro pero por el tono de sus palabras él sabía que sus ojos estaban entornados como si intentara fijar su mirada en un objeto distante. Era uno de sus hábitos.
“¿Como qué?”
“No sé. Un poema. Un chiste. Un dato sobre el mundo. No sé por qué mis parientes siempre querían que les dijera el nombre de mis amigos de América. No sé por qué esa información era tan importante para ellos. La última vez que vi a mi tía me preguntó por cuatro muchachas que habían estudiado la primaria conmigo en Tucson. Apenas las recordaba.”
Shukumar no había pasado tanto tiempo en la India como Shoba. Sus padres, que se habían asentado en New Hampshire, solían regresar sin él. La primera vez que había ido, de niño, casi muere de disentería. Su padre, un tipo nervioso, tenía miedo de llevarlo otra vez, no fuera a ser que algo ocurriera, y lo dejaban con una tía y un tío en Concord. Como adolescente prefería ir a un campamento de vela o vender helados que pasar los veranos en Calcuta. No fue hasta que murió su padre, en su último año de universidad, que el país comenzó a interesarle y estudió su historia en los libros de texto como si fuera otra asignatura cualquiera. Ahora deseaba tener su propia historia de una infancia en la India.
“Hagámoslo,” dijo ella de repente.
“¿Hacer qué?”
“Decirnos algo en la oscuridad.”
“¿Cómo qué? No me sé ningún chiste.”
“No, chistes no.” Pensó un minuto. “¿Qué tal si nos contamos algo que nunca hayamos contado?”
“Yo jugaba este juego en la secundaria” recordó Shukumar, “cuando me emborrachaba.”
“Estás pensando en verdad o castigo. Esto es diferente. Bueno, yo empiezo.” Tomó un sorbo de vino. “La primera vez que estuve sola en tu departamento, miré en tu agenda para ver si me habías puesto. Creo que nos habíamos conocido hace dos semanas.”
“¿Yo dónde estaba?”
“Fuiste a contestar el teléfono en el otro cuarto. Era tu madre, y supuse que iba a ser una llamada larga. Quería saber si me habías ascendido de los márgenes de tu periódico.”
“¿Lo había hecho?”
“No. Pero no me rendí. Ahora es tu turno.”
No se le podía ocurrir nada, pero Shoba estaba esperando a que hablara. No había estado tan decidida en meses. ¿Qué quedaba que él le dijera? Recordó su primer encuentro, cuatro años antes en una sala de conferencias en Cambridge, donde un grupo de poetas bengalíes daban un recital. Terminaron uno al lado del otro, en sillas plegables de madera. Shukumar se aburrió rápido; era incapaz de descifrar la dicción literaria, y no podía unirse al resto del público mientras suspiraban y asentían solemnemente después de ciertas frases. Asomándoseal periódico doblado en sus piernas estudió la temperatura de distintas ciudades alrededor del mundo. Noventa y un grados ayer en Singapur, cincuenta y uno en Estocolmo. Cuando volvió la cabeza a la izquierda, vio junto a él a una mujer haciendo una lista de compras en la parte de atrás de un fólder, y se asombró al descubrir que era hermosa.
“Bueno” dijo, recordando. “La primera vez que salimos a cenar, en el restaurante portugués, se me olvidó dejarle propina al camarero. Regresé a la mañana siguiente, averigüé su nombre y le dejé el dinero al jefe de sala.”
“¿Regresaste desde Somerville sólo para darle la propina a un camarero?”
“Tomé un taxi.”
Las velas de cumpleaños se habían agotado pero él se imaginaba perfectamente la cara de ella en la oscuridad, los ojos abiertos y brillantes, los labios llenos y con tonalidad de uva, la caída a los dos años de una silla aún visible como una coma en su barbilla. Cada día, se había dado cuenta Shukumar, su belleza, que una vez lo había superado, parecía desvanecerse. El maquillaje que le había parecido superfluo ahora era necesario, no para mejorarla; sino para definirla.
“Pero al final de la cena tenía el raro presentimiento de que me casaría contigo,” dijo admitiéndolo para sí mismo y también para ella por primera vez. “Debo haberme distraído.”
La noche siguiente Shoba llegó a casa antes de lo normal. Estaba el cordero que había sobrado de la noche anterior y Shukumar lo calentó de tal modo que pudieran cenar a las siete. Ese día había salido, por entre la nieve que se fundía, y había comprado un paquete de velas en la tienda de la esquina y pilas para la linterna. Tenía las velas preparadas en la barra, en candelabros que semejaban lotos, pero comieron bajo la lámpara de techo color bronce que colgaba sobre la mesa.
Cuando terminaron de comer, Shukumar estaba sorprendido de ver que Shoba ponía su plato sobre el de él y después los llevaba a la tarja. Él había asumido que ella se retiraría a la sala, pertrechada detrás de su barricada de galeradas.
“No te preocupes de los platos,” dijo, quitándoselos de las manos.
“Me parece tonto no lavarlos,” respondió, dejando caer una gota de detergente en la esponja. “Ya son casi las ocho.”
Su corazón se aceleró. Todo el día Shukumar había esperado a que las luces se fueran. Pensó en lo que Shoba había dicho la noche anterior, que había mirado su agenda. Se sentía bien al recordarla como era antes, tan valiente y, sin embargo, tan nerviosa cuando se conocieron; tan esperanzada. Se pararon el uno junto al otro frente al fregadero, sus reflejos juntos enmarcados en la ventana. Lo hizo sentir tímido, de la misma manera que se sintió la primera vez que se habían visto juntos en un espejo. No podía recordar la última vez que los habían fotografiado. Habían dejado de asistir a fiestas, no iban a ningún lado juntos. El rollo de su cámara todavía tenía fotos de Shoba en el jardín, cuando estaba embarazada.
Después de terminar de lavar los platos, se apoyaron contra la repisa, secándose las manos con cada extremo de una toalla. A las ocho, la casa se apagó. Shukumar prendió las mechas de las velas, impresionado por sus largas y estables llamas.
“Vamos a sentarnos afuera” dijo Shoba. “Creo que todavía hace calor.”
Cada uno agarró una vela y se sentó en los escalones. Era extraño estar sentado afuera mientras todavía había manchas de nieve en la banqueta. Pero todos estaban fuera de sus casas esa noche, con una brisa lo suficientemente fría como para poner a la gente nerviosa. Se abrían y cerraban puertas con mosquiteros. Un pequeño desfile de vecinos pasó con linternas.
“Vamos a la librería a ojear los libros” dijo un hombre con el pelo plateado. Caminaba con su esposa, una señora delgada con rompevientos y que llevaba a un perro con su correa. Eran los Bradfords, y habían introducido una tarjeta de condolencia en su buzón en septiembre. “Escuché que tienen electricidad.”
“Eso espero” dijo Shukumar. “O si no van a tener que ojear en la oscuridad.”
La mujer se rió, pasando su brazo por el hueco que formaba el codo de su marido. “¿Quieren venir con nosotros?”
“No, gracias,” dijeron Shoba y Shukumar a la vez. A Shukumar le sorprendió que sus palabras coincidieran y se empataran con la voz de ella.
Se preguntaba qué le diría Shoba en la oscuridad. Las peores posibilidades ya habían corrido por su cabeza. Que tenía una aventura. Que no le respetaba por tener treinta y cinco y seguir siendo un estudiante. Que lo culpaba por estar en Baltimore como lo hacía la madre de ella. Pero sabía que esas cosas no eran ciertas. Ella había sido fiel como él lo había sido. Ella creía en él. Fue ella la que insistióque fuera a Baltimore. ¿Qué no sabían el uno del otro? Él sabía que ella cerraba los dedos cuando dormía, que ella temblaba en medio de las pesadillas. Sabía que prefería el melón dulce al melón normal. Sabía que cuando regresaron del hospital lo primero que ella hizo al entrar a la casa fue agarrar las cosas de ambos y tirarlas en el pasillo: libros de los estantes, plantas de las ventanas, cuadros de las paredes, fotografías de las mesas, cacerolas y sartenes que colgaban de ganchos sobre la estufa. Shukumar se había apartado de su lado observándola conforme se movía metódicamente de habitación en habitación. Cuando estuvo satisfecha se quedó allí mirando la pila que había hecho, loslabios hacia atrás con tal gesto de disgusto que Shukumar pensaba que iba a escupir. Después, empezó a llorar.
Empezó a sentirse frío mientras estaban ahí sentados en las escaleras. Sentía que ella debía hablar primero para comportarse recíprocamente.
“Aquella vez que vino tu madre a visitarnos,” dijo ella al fin. “Cuando te dije que tenía que quedarme a trabajar hasta tarde, me fui con Gillian a tomar un martini.”
Él miró su rostro, la nariz delgada, la forma casi masculina de su mandíbula. Recordaba aquella noche bien. Comiendo con su madre, cansado de dar dos clases seguidas, deseando que Shoba estuviera ahí para decir las cosas adecuadas pues a él sólo se le ocurrían las inadecuadas. Habían pasado doce años desde que su padre murió, y su madre había venido a pasar dos semanas con él y Shoba para que pudieran honrar la memoria de su padre juntos. Cada noche, su madre cocinaba algo que le gustaba a su padre, pero estaba demasiado afligida como para comer, y sus ojos se humedecían mientras Shoba acariciaba su mano. “Es tan conmovedor” le había dicho Shoba en esa época. Ahora se imaginaba a Shoba con Gillian, en el bar con sillones de terciopelo a rayas, al que solían ir después del cine, ella asegurándose de que le pusieran una aceituna extra, pidiéndole a Gillian un cigarrillo. La imaginó quejándose, y a Gillian simpatizando sobre las visitas de los suegros. Fue Gillian el que llevó a Shoba al hospital.
“Te toca” le dijo, deteniendo sus pensamientos.
Shukumar escuchó, viniendo del final de la calle, el ruido de un taladro y a los electricistas gritando. Miró las fachadas oscurecidas de las casas alineadas en la calle. Brillaban velas en las ventanas de una. A pesar del calor, salía humo de la chimenea.
“Hice trampa en mi examen de Civilización Oriental en la universidad” dijo. “Era mi último semestre, los últimos exámenes. Mi padre había
muerto unos meses antes. Podía ver el libro azul del tipo sentado junto a mí. Era un tipo americano, un maníaco. Sabía urdu y sánscrito. No me acordaba si el verso que teníamos que identificar era ejemplo de un ghazal o no. Vi su respuesta y la copié.”
Había sucedido hacía más de quince años. No se sintió aliviado al haberlo dicho.
Ella lo volteó a ver, mirando no su cara sino sus zapatos (mocasines viejos que usaba como pantuflas, el cuero de la parte de atrás permanentemente aplastado). Él se preguntó si le había molestado lo que había dicho, lo que diría ella. Tomó su mano y la apretó. “No tienes que decirme por qué lo hiciste,” dijo ella acercándose a él.
Se sentaron juntos hasta las nueve que regresó la luz. Oyeron que la gente en la calle aplaudía en los porches y las televisiones que se prendían. Los Bradfords regresaron por la calle, comiendo helado y los saludaron con la mano. Shoba y Shukumar devolvieron el saludo. Después se levantaron, la mano de él todavía en la de ella y entraron a la casa.
De algún modo, sin decir nada, se había convertido en eso. En un intercambio de confesiones, los modos en que se herían o se decepcionaban el uno al otro y a sí mismos. Al día siguiente, Shukumar se puso a pensar durante horas en lo que iba a decirle. Estaba dividido entre admitir que una vez había arrancado una fotografía de una mujer de una de las revistas de moda a las que ella estaba suscrita y la había llevado entre sus libros una semana o decirle que en realidad no había perdido el chaleco que ella le había regalado para su tercer aniversario sino que lo había cambiado por dinero en Filene’s y que se había emborrachado a mitad del día en el bar de un hotel. Para su primer aniversario, Shoba había cocinado una cena de diez platos para él. El chaleco le había deprimido. “Mi esposa me regaló un chaleco para nuestro aniversario,” se quejó con el cantinero, con la cabeza pesada por el coñac. “¿Qué esperaba?” respondió el cantinero. “Está casado.”
Él no sabía por qué había arrancado la fotografía de la mujer. No era tan hermosa como Shoba. Llevaba un vestido de lentejuelas y tenía un rostro tosco y magro, piernas masculinas. Sus brazos desnudos estaban alzados, los puños alrededor de la cabeza como si estuviera a punto de golpearse las orejas. Era un anuncio de medias. Shoba estaba embarazada en aquella época, su estómago de repente inmenso, a tal punto que Shukumar ya no la quería tocar. La primera vez que él vio la foto estaba en la cama acostado junto a ella, observándola mientras leía. Cuando descubrió la revista en la pila de reciclaje encontró a la mujer y arrancó la página lo más cuidadosamente que pudo. Durante una semana la estuvo mirando cada día. Sentía un deseo inmenso hacia la mujer, pero era un deseo que se convertía en asco después de uno o dos minutos. Era lo más cerca que había estado de la infidelidad.
Le contó a Shoba lo del chaleco la tercera noche, lo de la foto en la cuarta. Ella no dijo nada mientras él hablaba, no expresó protestas ni reproches. Simplemente lo escuchó, y luego agarró su mano, apretándola como hacía antes. La tercer noche ella le contó que una vez después de una conferencia a la que habían ido, lo dejó hablar con el jefe de su departamento sin decirle que tenía un poquito de paté en la barbilla. Estaba molesta con él por alguna razón y lo había dejado hablar y hablar acerca de asegurar su beca el próximo semestre, sin llevarse un dedo a su propia barbilla como señal. En la cuarta noche, dijo que nunca le había gustado el único poema que él había publicado en toda su vida, en una revista literaria de Utah. Había escrito el poema después de conocer a Shoba. Añadió que le parecía cursi.
Algo pasaba cuando la casa estaba oscura. Eran capaces de hablarse nuevamente. La tercera noche, después de cenar, se sentaron juntos en el sillón, y una vez que estuvo oscuro la empezó a besar torpemente en la frente y la cara y, aunque estaba oscuro, cerró los ojos y supo que ella también los cerró. La cuarta noche subieron cuidadosamente a la cama, buscando juntos con los pies el último escalón antes del descanso e hicieron el amor con una desesperación que habían olvidado. Ella lloró pero sin sonido y susurró su nombre y dibujó sus cejas con sus dedos en la oscuridad. Cuando le hacía el amor él se preguntaba lo que le diría la noche siguiente y lo que ella diría. Pensar en eso le excitaba. “Abrázame,” dijo él, “abrázame en tus brazos,” Para cuando regresaron las luces, se habían quedado dormidos.
La mañana de la quinta noche Shukumar encontró otra nota de la compañía eléctrica. Los cables habían sido reparados antes de lo previsto, decía. Se enojó. Él había planeado hacer camarón malai para Shoba pero al llegar de la tienda ya no se sintió con ganas de cocinar. No era lo mismo, pensaba, saber que las luces no se irían. En la tienda, el camarón parecía delgado y gris. La leche de coco estaba llena de polvo y era cara. Aún así, los compró, y también compró una vela de cera de abeja y dos botellas de vino.
Ella llegó a casa a la siete y media. “Supongo que es el final de nuestro juego” dijo él cuando la vio leer la nota.
Ella lo miró. “Si quieres puedes prender las velas.” Ella no había ido al gimnasio. Llevaba un traje debajo del abrigo. Se había retocado el maquillaje hacía poco.
Cuando ella subió las escaleras para cambiarse, Shukumar se sirvió vino y puso un disco, un álbum de Thelonius Monk que sabía que a ella le gustaba.Cuando bajó, cenaron juntos. Ella no le agradeció ni lo elogió. Simplemente comieron en una habitación oscura a la luz de una vela de cera de abeja. Habían sobrevivido una época difícil. Se terminaron los camarones. Se terminaron la primera botella de vino y comenzaron con la segunda. Se sentaron juntos hasta que la vela ardió casi por completo. Ella se movió en su silla y Shukumar pensaba que iba a decir algo. Pero ella se levantó, apagó la vela, se puso de pie, prendió la luz y se sentó de nuevo.
“¿No deberíamos seguir sin luz?” preguntó Shukumar.
Ella hizo su plato a un lado y puso sus manos sobre la mesa. “Quiero que me veas mientras te digo esto” dijo con suavidad.
El corazón de Shukumar empezó a latir con fuerza. Cuando le dijo que estaba embarazada usó las mismas palabras, las dijo con la misma suave manera, apagando el partido de básquetbol que él estaba viendo en la televisión. No había estado preparado entonces. Ahora sí lo estaba.
Sólo que él no quería que ella estuviera embarazada otra vez. No quería tener que fingir estar feliz.
“He estado buscando un departamento y encontré uno” dijo, fijando los ojos en algo que parecía estar por encima de su hombro derecho. “No es culpa de nadie,” continuó. Había soportado demasiadas cosas. Necesitaba estar sola un tiempo. Tenía algo de dinero ahorrado para hacer el primer depósito. El departamento estaba en la calle Beacon, y podía ir caminando al trabajo. Había firmado los papeles esa noche antes de llegar a casa.
Ella no lo veía, pero él la observaba. Era obvio que había practicado las líneas. Todo este tiempo había estado buscando un departamento, probando la presión del agua, preguntando si la calefacción y el agua caliente estaban incluidas en la renta.
A Shukumar le daba asco saber que había pasado los últimos tres días preparándose para una vida sin él. Se sentía aliviado y, a la vez, asqueado. Eso era lo que le estuvo tratando de decir estas últimas veladas. Ése era el objetivo de su juego.
Ahora le tocaba hablar a él. Había algo que había
jurado nunca le iba a decir, y por seis meses había hecho todo lo posible para sacarlo de su mente. Antes
del ultrasonido ella le había pedido al doctor que no le dijera el sexo de su bebé, y Shukumar estuvo de acuerdo. Ella quería que fuera una sorpresa.
Después, aquellas pocas veces que habían hablado
de lo ocurrido ella dijo que, por lo menos, se habían ahorrado saber eso. De alguna manera estaba
orgullosa de su decisión, pues la dejaba refugiarse en el misterio. Él sabía que ella asumía que era un misterio para él también. Él había llegado demasiado
tarde de Baltimore, cuando ya todo había terminado
y ella estaba tumbada en la cama de hospital. Pero no. Él había llegado lo suficientemente pronto como para ver a su bebe y abrazarlo antes de que lo cremaran. Al principio había rechazado la sugerencia
pero el doctor le había dicho que abrazar al bebé podía ayudarle con el proceso del duelo. Shoba
estaba dormida. Habían limpiado al bebé que tenía los párpados hinchados y cerrados con fuerza al mundo.
“Nuestro bebé fue niño”, dijo él. “Su piel era más roja que marrón. Tenía el pelo negro. Pesó casi dos kilos y medio. Sus dedos estaban cerrados como los tuyos por la noche.”
Shoba ahora lo miraba con el rostro retorcido por la pena. Él había copiado en un examen, arrancado
la fotografía de una mujer de una revista. Había
devuelto un chaleco y se había emborrachado a mitad del día. Había sostenido contra el pecho a su hijo, que sólo había conocido vida dentro de ella, en una habitación de hospital oscura en un ala desconocida
del edificio. Lo había abrazado hasta que una enfermera tocó a la puerta y se llevó al bebé y él se prometió a sí mismo ese día que nunca le diría a Shoba porque por aquel entonces aún la amaba y era lo único en la vida de ella que ella querría que fuera un misterio.
Shukumar se levantó y puso su plato sobre el de ella. Llevó los platos hasta el fregadero pero en lugar de dejar correr el agua miró por la ventana. Afuera la noche aún era templada y los Bradford paseaban del brazo. Mientras observaba a la pareja la habitación
se oscureció y él se dio la vuelta. Shoba había apagado la luz. Ella regresó a la mesa y se sentó y, al momento, Sukumar se le unió. Lloraron juntos por todas las cosas que ahora sabían.
era lo que le estuvo tratando de decir estas últimas veladas. Ése era el objetivo de su juego.
Ahora le tocaba hablar a él. Había algo que había jurado nunca le iba a decir, y por seis meses había hecho todo lo posible para sacarlo de su mente. Antes del ultrasonido ella le había pedido al doctor que no le dijera el sexo de su bebé, y Shukumar estuvo de acuerdo. Ella quería que fuera una sorpresa.
Después, aquellas pocas veces que habían hablado de lo ocurrido ella dijo que, por lo menos, se habían ahorrado saber eso. De alguna manera estaba orgullosa de su decisión, pues la dejaba refugiarse en el misterio. Él sabía que ella asumía que era un misterio para él también. Él había llegado demasiado tarde de Baltimore, cuando ya todo había terminado y ella estaba tumbada en la cama de hospital. Pero no. Él había llegado lo suficientemente pronto como para ver a su bebe y abrazarlo antes de que lo cremaran. Al principio había rechazado la sugerencia
pero el doctor le había dicho que abrazar al bebé podía ayudarle con el proceso del duelo. Shoba estaba dormida. Habían limpiado al bebé que tenía los párpados hinchados y cerrados con fuerza al mundo.
“Nuestro bebé fue niño”, dijo él. “Su piel era más roja que marrón. Tenía el pelo negro. Pesó casi dos kilos y medio. Sus dedos estaban cerrados como los tuyos por la noche.”
Shoba ahora lo miraba con el rostro retorcido por la pena. Él había copiado en un examen, arrancado la fotografía de una mujer de una revista. Había devuelto un chaleco y se había emborrachado a mitad del día. Había sostenido contra el pecho a su hijo, que sólo había conocido vida dentro de ella, en una habitación de hospital oscura en un ala desconocida del edificio. Lo había abrazado hasta que una enfermera tocó a la puerta y se llevó al bebé y él se prometió a sí mismo ese día que nunca le diría a Shoba porque por aquel entonces aún la amaba y era lo único en la vida de ella que ella querría que fuera un misterio.
Shukumar se levantó y puso su plato sobre el de ella. Llevó los platos hasta el fregadero pero en lugar de dejar correr el agua miró por la ventana. Afuera la noche aún era templada y los Bradford paseaban del brazo. Mientras observaba a la pareja la habitación se oscureció y él se dio la vuelta. Shoba había apagado la luz. Ella regresó a la mesa y se sentó y, al momento, Sukumar se le unió. Lloraron juntos por todas las cosas que ahora sabían.
Jhumpa Lahiri