Como evitarlo no iba a solucionar nada, me ha parecido que ya iba siendo hora de incluir por estos senderos algo de Julio Cortázar. A mí me parece un autor fundamental, que está indisolublemente ligado a mi juventud -tal vez debería haber escrito adolescencia para evitar suspicacias- y con el que he disfrutado en un sin fin de ocasiones. Cortázar es, además, uno de los responsables de las escasas Matrículas de honor que saqué en la carrera -y, por lo tanto, que es lo más importante, de ahorrarme la matrícula de una asignatura al año siguiente- y de alguna que otra noche tonta con un amigo armados con nuestros ejemplares de Rayuela -qué horrible la edición de Andrés Amorós para Cátedra, por cierto, de lo peor que ha leído uno- entre otras cosas. Pero, por encima de eso, es el responsable de algunos de los mejores momentos que me ha dado la literatura. Yo no puedo pasar mucho tiempo sin leer alguno de sus cuentos -los de
Bestiario, por ejemplo- y aunque sé del peligro latente en la lectura de Cortázar -cuántos jovenes escritores no se quedan anclados en la imitación de su estilo, como sucede con Borges, por cierto, hasta convertirse en caducos y avejentados aprendices de escritor- no puedo evitar frecuentarlo cada cierto tiempo.
A veces hasta me enciendo un cigarro y pongo algo de Charlie Parker o de Bix Beiderbecke para leerlo, a veces me basta con Glenda. No sé. A veces siento que un cuento de Cortázar lo arregla todo.
En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida
en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar
las tres de la tarde, muere.
Julio Cortázar