Seguramente serán esas ochenta páginas de inusual fuerza narrativa, de una economía y aceleración pasmosa, las que se quedarán en la memoria del que lea esta novela. Y hará bien en guardarlas porque son, sin duda, lo mejor de la misma. En ellas se aprecia la consolidada experiencia como cuentista de Ronaldo Menéndez: nada falta, nada sobra, los elementos van apareciendo de un modo graduado, certero, y en cada una de las secuencias de la novela –que parece más un guión de cine por lo bien trabadas y la visibilidad de la narración-, y uno tiene la cereza de que Ronaldo, admirador fiel del texto de Edith Wharton sobre la dimensión de una narración –“Todo tema contiene su propia extensión”- ha sabido escoger lo fundamental y desechar lo superfluo para mantener al lector pegado al libro.
Por eso decepcionan esas páginas finales, donde se suceden dos errores que al lector le resultan casi inexplicables después de lo que ha contemplado. Por un lado el desenlace de la trama, totalmente imprevisible porque es totalmente injustificado, aparece como un deus ex machina incoherente, en el que una narración de serie negra dura y pura deviene en pastiche de novela best seller muy alejado de la calidad de lo narrado. Además, las reflexiones seudofilosóficas del final de la novela, que buscan dar una mayor profundidad a una anécdota que por si sola ya justifica la novela –y que puede tener una profunda raigambre metafórica tal y como está planteada-, y esa cesión de la voz narradora, que pasa de ser la exacta y pericial tercera persona de un guión cinematográfico a una primera persona confesional tremendista, no hacen sino perder fuste a una narración de, como ya he dicho, inusual fuerza.
Y con todo, el mayor acierto de la novela no es tanto demostrar un oficio consolidado de su autor o la capacidad de generar tensión narrativa desde géneros que la crítica –tan pagada de sí misma como corta de miras- suele considerar menores: el cuento y el guión cinematográfico; no, su punto fuerte es desvelar la imagen de una ciudad, que no aparece nombrada como tal pero que puede ser percibida y asumida como La Habana, como escenario de historias de serie negra pura. Pedro Juan Gutiérrez ha logrado mostrar una Habana turbia, pútrida, pero no la degeneración moral, física y mental que Ronaldo Menéndez nos presenta. La degradación no sólo humana, con hombres que se convierten en cerdos y hombres dispuestos a cualquier cosa por sobrevivir; sino animal, ya que dejan de ser seres vivos para tornarse meros proveedores de alimentos, ya sean los cerdos que se crían en las bañeras de las casas con el sancocho –y que sirven como metáfora del modo en que la sociedad explota al hombre-, los avestruces del zoo o los gatos que vigilan las azoteas.
En la ciudad tropical, caribeña, que sirve de escenario a esta historia, no hay vida, tan sólo supervivencia, y es esa realidad patente y cortante la que da el tono y justa medida a toda la historia. Los personajes no actúan por motivos ideológicos –e intentar justificar sus comportamientos desde esa perspectiva es lo que lastra a la novela en su desenlace- sino meramente físicos, materiales. En una dictadura marxista donde los bienes escasean estos se convierten por tanto en piezas muy cotizadas dentro del mercado. La vida degradada, carente de perspectivas y supuestos éticos, no viene marcada por la ideología ni los sentimientos, sino por las necesidades de la carne.
Ronaldo Menéndez ha trazado un retrato fascinante de una ciudad que, como el retrato de Dorian Grey, sigue siendo a los ojos de los turistas en lugar bello pero que, de puertas para adentro se ha convertido en un pozo de podredumbre. Y acierta al no buscar culpables ni alzar estandartes. La carne es débil, eso es todo.