04 enero 2009

La narración descoyuntada

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¿Cuántos escritores podrían salir indemnes al incluir en una novela un pasaje en el que el protagonista reconoce tararear y llevar con los pies el ritmo de una canción de Camilo Sexto? En particular esa de "Vivir así es morir de amor" que provoca el delirio a altas horas de la mañana, cuando ya están todos alcoholizados en cualquier fiesta que se precie. Muy pocos, eso desde luego. Y más cosas. Por ejemplo, incluir referencias a César Aira a medio camino entre el homenaje y la ironía, o hacer una relectura sarcástica y brillante de la tradición que, desde Piglia, relaciona al detective y su proceso de desvelamiento policíaco con el proceso semiótico que nos lleva a la comprensión del signo, etc. Eso está a la altura de muy pocos autores, y menos todavía que escriban y publiquen todo eso cuanto todavía no han cumplido los treinta años.
Ese es el caso de un autor único, Damián Tabarovsky, que hace ya unos años, once, publicó su segunda novela, Coney island, que es el libro que me ha acompañado, gozosamente, esta mañana de domingo. Si hay algo que uno lamente muy a menudo es la dificultad que tiene el lector español de acceder a muchos títulos, como por ejemplo lo que se editan en Argentina, que paliarían la ansiedad de buena literatura que todo aficionado con dos dedos de frente tiene. Si uno se acerca a la mesa de novedades de una librería cualquiera encontrará unas cantidades ingentes de comida basura y, entre los ejemplares de ese tipo de literatura, quizás encuentre algún plato bien hecho, que merezca reseña aparte y que le haga sentir que, dentro de los márgenes de la cocina tradicional, todavía se pueden hacer buenos platos que agraden al paladar de un lector medianamente exigente.
Pero, mientras en el mundo de la gastronomía se ensalza a los cocineros capaces de innovar, de presentar o bien los sabores de siempre bajo nuevas texturas, o bien nuevos sabores desde las materias primas habituales, en el caso de la literatura, y en particular de la literatura española, eso es impensable. Hace unos meses, un cocinero, un tal Santamaría, alzó la voz para expresar no ya su disgusto hacia esa nueva cocina, sino su posible insalubridad. Me llamó mucho la atención la defensa cerril que desde medios de comunicación e instituciones públicas se hizo de esa nueva cocina y de sus paladines. Lo que ha hecho el tal Santamaría es, poco más o menos, lo que durante la transición se hizo desde estamentos críticos gracias al apoyo de emporios empresariales que estaban interesados en lanzar una nueva camada de escritores, se les llamó “nueva narrativa española”, que no tuvieron empacho en presentarse como “amantes de las historias por encima de la experimentación”. Poco más o menos lo mismo que el tal Santamaría, pero dentro de la literatura. Lo curioso es que eso, que un principio no pasaba de una reacción frente a la experimentación de las dos décadas anteriores, se ha convertido no en pensamiento hegemónico dictado desde el mercado, sino prácticamente en pensamiento único: lo que está fuera de esa concepción de la literatura no existe. Es un delirio dirigido exclusivamente a un pequeño grupo de entendidos, que leen a semióticos y estructuralistas con la misma fruición con la que otros juegan al rol o coleccionan posavasos de marcas de cerveza. Locos inofensivos, pero locos al fin y al cabo.
Y, sin embargo hay otra literatura, que es consciente de la verdadera tensión lingüística que subyace en el acto de narrar. Siempre les recuerdo a mis alumnos que nos pasamos el día narrando, contando historias, y que la idea de que “lo importante es la historia” es de una ingenuidad candorosa. De ser así todos somos equiparables a Almudena Gruñes, a Javier Manías y demás escritores que nos quieren presentar como “la literatura española”. No es así, cualquier persona que haya pasado una hora intentando construir una narración sabe de la diferencia entre un tiempo verbal u otro, de la ubicación del narrador, etc. Hay muchos, muchísimos detalles que modifican de modo drástico el mensaje que comunicamos. Considerar que la historia, el argumento, es lo importante es verdaderamente cándido. Por eso no sabe uno si pensar que estos escritores, y sus voceos, son ingenuos o idiotas –y a fin de cuentas viene a dar igual, porque al final lo que se ve rebajado es la calidad y la oportunidad de la literatura-.
Tabarovsky es un autor que, desde su primera novela, Fotos movidas, hasta la última, Autobiografía médica, ha sido plenamente consciente de que la máxima de Blanchot que escribió en la contracubierta de su primer libro: La literatura marca pero no deja huella. Y eso sucede con Coney Island. No deja huella esa narración desquiciada, algo neurótica, sobre la comprensión de un mensaje, sobre cómo se produce la aprehensión del mundo. Muchas veces se insiste en la novela sobre los esfuerzos de Dupont –un detective que, a fin de cuentas es, como todos los detectives, un poco tonto- a la hora de llegar a conclusiones, de pensar o de meditar. Y sólo al final descubre que ese personaje que el lector, como el narrador –mucho más brillante y culto que el protagonista-, sabe que tiene mucho que ver con la trama ha sido el mensajero de esa megamafia sobre la que gira la narración. Pero, yendo más allá, llega a intuir que, quizás, toda la lectura que ha realizado de la realidad es errónea y en ella se ha dejado llevar por sus prejuicios y por ideas que, en puridad, no tiene lógica alguna. O sea, que quizás toda la novela no es más que un delirio en el que nada tiene sentido. Esa idea de la narración inoperante, que le es tan querida a Tabarovsky, se hace presente una vez más. Esa idea de una narración que, precisamente porque desde el pensamiento utilitarista se dice que no vale para nada, vale para leer todo nuestro entorno.