03 enero 2009

La vigencia de las narraciones

IMG_2318Una de las cosas más sorprendentes de la crítica y de la historiografía literaria es la poca, por no decir nula, atención que despliegan en torno a los gustos populares. Desde la perspectiva histórica se van marcando una sucesión de periodos caracterizados por una serie de elementos y detalles que, en la mayoría de los casos, pasaron desapercibidos para sus protagonistas y que solo con la distancia se aprecian como elementos comunes que permiten establecer divisiones sistemáticas –esto, por ejemplo, es algo perfectamente rebatible, puesto que cualquier lector atento habrá podido observar, por ejemplo, como las dos novelas de Clarín y sus cuentos entran sin problemas en la definición de “realismo”, mientras que la narrativa de Galdós, mucho más extensa, por otra parte, no admite dicho corsé salvo que se dejen fuera muchos textos-. La perspectiva crítica marca, en cambio, la calidad de los textos bien desde una perspectiva siempre subjetiva o la inclusión o no de los mismos dentro de la idea que el crítico tenga del parnaso literario. Por eso, cuando, como es el caso, se habla de un libro que se publicó en 1880 –hago yo el cálculo: casi ciento treinta años-, la crítica suele dirigirse a ubicar diacrónicamente el texto y poco más. Destacar sus virtudes y novedades respecto al año en que fue publicado y, si te he visto, no me acuerdo. Algún crítico, un poco más avispado, señalará en qué medida unos cuentos como estos significaron el nacimiento del verismo italiano –versión transalpina del naturalismo- y poco más. Ah, bueno, y si les ha gustado o no, esas cosas que algunos piensan que al resto les importa.
A mí, en cambio, a medida que iba leyendo cada uno de los cuentos del libro, no se me iba una idea de la cabeza: este es el libro que quiere leer la mayoría de los lectores que se acercan a la literatura de un moco un poco ingenuo –en el sentido de que siguen buscando historias y poco más-, pero que son, en sí, la gran masa de población lectora de este país. Voy a explicarme un poco, porque lo que he dicho tiene dos lecturas: este libro le gustará a casi todo el mundo, por un lado, y, por otro, el hecho de que el gusto de la masa lectora parece estar anclado hace más de un siglo y cuarto.
¿Qué ha formado, realmente, nuestra idea de lo que es la narrativa? Esta pregunta es fundamental, pero casi nunca se hace en voz alta. Y creo que se debe a que la respuesta nos da miedo. Yo no sé cómo se estableció el concepto de lo narrativo y lo que es un relato para las generaciones anteriores a la mía, pero sí sé cómo ha sucedido en mi caso, y me voy a permitir extrapolarlo porque creo que será un contexto más común de lo que podemos pensar. Antes de leer un solo libro con verdadera conciencia de hacerlo, o sea, en mi caso Paradox Rey y Crónica de una muerte anunciada, yo creo que ya había asimilado y digerido muchas películas. Y dichas películas no eran, como ya estarán suponiendo, de Godard o de Víctor Erice, sino que eran productos producidos en Hollywood o siguiendo su discurso. La industria del cine de Hollywood es hoy el principal modelo de narración que se ha extendido por todo el planeta. En algunos casos, como sucede con el cine de Bollywood, funciona como modelo que rebasar, ya que cualquier película realizada en Bombay no es más que un musical excesivo de los muchos que hemos visto desde niños. Ahora, lo que debemos plantearnos es en qué momento se codificó el lenguaje audiovisual y la concepción narrativa que se extiende a través de esa fábrica de sueños que es el cine. Sin dudas, el cineasta que fijó el modelo de la industria fue Griffith, sobre todo porque él asumió ese rol tras el éxito de El nacimiento de una nación. En aquellos años, estamos hablando del primer cuarto del siglo XX, qué modelos narrativos tenían: las novelas de gran consumo, que eran hijas melodramáticas y sensibleras del naturalismo literario.
Así pues, el modelo que se instauró como idóneo para la narración cinematográfica es el de una narración como las que escribió Giovanni Verga, pero con una sobrecarga de tintes melodramáticos y una rebaja en los contenidos que hoy podríamos entender como crítica social. ¿Quiere decir toda esta argumentación que La vida en el campo es un mal libro? Ni por asomo, precisamente hoy podemos leerlo con mayor vigencia por ser una muestra elevada de ese modelo que el relato cinematográfico hegemónico ha asumido de modo totalmente acrítico. El dibujo de caracteres, el resumen de vidas enteras en apenas veinticinco páginas donde se hace un evidente hincapié en los momento más truculentos y excesivos, nos dirige de modo invisible, pero ineludible a esas extensas narraciones como Lo que el viento se llevó, con momentos intensos como el juramento con el rábano en la mano. Conviene recordar que la novela de Margaret Mitchell se publicó en 1937, o sea, que tanto su escritura y publicación, como todo el proceso de producción de la película de O’Selznick –las películas en Hollywood son del productor ejecutivo- se realizó mientras Hitler se iba anexionando media Europa y España ardía en una Guerra Civil desde la que escribía Hemingway y mandaban fotografías Capa y Taro.
Quizás la herencia más evidente de libros como esta estupenda e intensa colección de cuentos de Giovanni Verga resida en el cine político más convencional, aquel que asume todos los recursos del cine mainstream pero con argumentos sociales, el que firman directores como Ken Loach, por ejemplo. Y, por supuesto, en la mayoría de la literatura que se consume y se promociona a través de los premios literarios, que es ya hija de la lectura superficial y efectista que han hecho los cineastas de la gran narrativa decimonónica.
Giovanni Verga La vida en el campo Periférica, Cáceres, 2007