Las treinta monedas de plata que cobró Judas han sido, sin lugar a dudas, la remuneración más famosa de la Historia.
Nos parece un precio exiguo por delatar al Hijo de Dios -lo pongo con mayúsculas como me enseñaron en el colegio-, aunque tampoco sabemos, por ejemplo, qué recibirá el alumno al delatar al profesor que imparte las clases en español en una universidad catalana. Esta posibilidad, que mencionan algunos periódicos y que de sólo meditarla da pavor, parece ser una de las posibles medidas de las nuevas normas de normalización -qué eufemismo más lamentable y fascista- que se están estudiando.
La delación es, en cualquier caso, una acción fácil, simple. A lo largo de la Historia -esta me enseñaron que también había que escribirla en mayúsculas- ha sido uno de los recursos más dúctiles para la venganza. Lo fue usándola con el Santo Oficio, lo fue con las checas y lo será en un futuro con nuevas formas y métodos.
Y lo más curioso es la imagen tan negativa que se tiene del delator. No importa la orientación política, religiosa o moral de cada uno. La ética, que no deja de ser la misma para todos, nos dice que el chivato es un ser desagradable, despreciable, infecto, asqueroso... Un indeseable del que hay que alejarse por el bien de cada uno. Da lo mismo que lo que se haya hecho esté o bien o mal, nadie debe romper la ley de silencio, nadie debe ser el que se levante, acusador, para señalar al que ha obrado mal.
Por eso lo que más me preocupa es cómo van a vender a la sociedad, a la juventud catalana, las virtudes de la delación. Evidentemente tendrán que darla la vuelta a la tortilla, y convencer a la gente de que al señalar a ese profesor que escoge una de las dos lenguas oficiales a las que puede recurrir -que es a fin de cuentas a lo que se reduce todo- está realmente rompiendo el pacto de silencio, la unidad de los catalanohablantes, y que es él, en este caso, el delator, el chivato, el topo, el intruso al que hay que eliminar.