El artista, ese ser egomaníaco que por su propia naturaleza busca el halago de un modo casi patológico, no suele recibir con agrado, ni tan siquiera con un poco de dignidad, la crítica.
Los hay que, con mucha mesura, dicen que no tienen problema alguno en aceptar una crítica si se la razonan, pero que, sin ese razonamiento, no la pueden aceptar. Me parecería maravilloso si le pidieran también un razonamiento al que les hace un halago. Pero eso no, claro, el halago no necesita de explicación alguna porque es lo lógico, lo esperable. "Como yo soy maravilloso lo normal, lo esperable, es que el recibimiento que tenga mi obra sea bueno".
Estan los que juegan a la contra. Son, a qué mentirnos, más astutos. Estos quieren una mala crítica porque pueden utilizarla como arma. "Es normal que los críticos hablen mal de mí, porque escribo para la gente que nacerá dentro de cien años", decía Stendhal, y todos se agarran a esa frase como a un clavo ardiendo. Está muy bien porque así se diferencian del artista "vendido" al mercantilismo y a la sociedad y el mal gusto imperante, y que puede ser por ello asimilado por sus coetáneos.
¿Tan difícil es ser sincero con uno mismo y reconocer que cuando el crítico -el serio, porque ese sería otro largo debate- está señalando fallos es posible que esté diciendo la verdad? La mayoría de las veces son defectos que el autor, en su fuero interno, conocía perfectamente. Pero lo que le molesta no es tanto el haberlos cometido como el que se los hayan descubierto.
En esto son como el niño que estrena traje de domingo y se hace una pequeña mancha con el helado que su madre le prohibió que comiera. No está arrepentido de haber desobedecido, o de no haber sido lo suficientemente astuto como para haber tenido más cuidado de no mancharse, no, lo que le molesta es que su madre haya sido capaz de ver, de descubrirle, esa mancha y tenga que someterse por eso al castigo pertinente. Y nada más.