Una de las cosas que nos demuestran que el tiempo va desgastándonos inexorablemente -perdón por el tópico- es ver cómo desaparecen las cosas que teníamos por eternas. A lo largo de mi vida me han desaparecido dos limbos.
El primero era un bar de Chueca que tampoco frecuentaba mucho, pero en el que me dejaba caer de vez en cuando. Allí perdió una amiga mi primera edición de El que apaga la luz de Juan Bonilla, por ejemplo. Luego me compró otro ejemplar, porque para esto de los libros todos dicen que soy un infierno, pero la realidad es que aqul libro se quedó allí, en el limbo.
El segundo que me han cerrado es el teológico. Uno nunca ha sido muy religioso, la verdad, pero le tiene un pánico paralizante a eso de la muerte, y entiende por eso actitudes como las de Chesterton. Por eso siempre me ha interesado eso de los posibles lugares de retiro tras la muerte.
La oferta que, hasta hace poco, ofertaba la iglesia católica era muy interesante -tampoco es que sea uno muy seguidor de la liturgia, pero la Iglesia es una fuente de símbolos fascinante-, a saber: si uno había satisfecho las cuotas de bondad y fe tenía derecho a disfrutar de un resort en primera línea de playa con pulsera de todo incluído en el hotel Paraíso -si no hay plazas disponibles se le puede pasar a los otros hoteles de la cadena: Edén, Valhala, etc.
Si uno había invertido algo, pero no lo suficiente, se quedaba a la espera de las ofertas de última hora, o bien en un destino carente de interés. A la web donde ofertan estos billetes a vaya usted a saber dónde la llamaban Purgatorio.
Si uno se había pegado la gran vida sin ser previsor le tocaba un retiro infernal, rodeado de suplicios laborales y miseria la espera de que algún alma caritativa aliviara un poco el tormento.
Pero había un cuarto destino, muy extraño, para los niños que viajaban solos y sin billete. Lo llamaban campamento Limbo, y tenía un aspecto muy tenebroso. Allí no se trataba mal a los niños, al contrario, eran todos muy jóvenes y no habían podido disfrutar de pecado alguno, pero tampoco era un parque de atracciones porque, aunque inocentes, todos cargaban con la culpa de ser hombres y, por lo tanto, pecadores. Así que yo siempre me imaginaba -en las clases de religión del colegio y en la catequesis de la primera comunión- el limbo como una de esas horas de la siesta del verano, en las que nadie te castigaba ni tenías que hacer algo insoportable, pero que eran mortalmente aburridas la espera de que te dejaran salir a la calle o meter algo de ruido jugando en casa.
Pero ahora ya no hay limbo. Del mismo modo que ahora los padres no mandan a los niños a los campamentos, y mira que pasamos nosotros veraneos allí, sino que los llevan con ellos a la playa o a la casa rural de turno, y, sólo si hay dinero en la familia, a un país anglosajón en verano para que entiendan los menús en los juegos de la consola. Pues así, el amigo Mazinger se ha cepillado el limbo, para que todos esos niños inocentes puedan ir al resort igual que los que ha sido buenos, y que los curas, aunque sea para satisfacer a la clientela que busca en sus vacaciones satisfacciones infantiles. Y que cada uno entienda lo que quiera, que hay turismo para todos los gustos.