Hay muchas cosas que desaparecen. Desaparecen, por ejemplo, los ceniceros en las oficinas. Antes, según entrabas en cualquier recinto, había un cenicero para los que debían permanecer a la espera de alguien. Hoy no, hoy el cigarro hay que fumárselo en la calle antes de entrar.
Estamos también acostumbrados a que desaparezca dinero. Desaparece de nuestras cuentas de banco sin que nos demos casi cuenta -aunque en ese caso son dígitos, tan sólo dígitos, lo que cambia y va bajando- y estamos también tristemente acostumbrados a que desaparezca el dinero de la gente. Ya sea a manos de un político corrupto, un gobernante inepto o un vigilante de seguridad listo.
Nos hemos acostumbrado a que desaparezcan miles de millones de pesetas, porque realmente no han desparecido, sencillamente nunca existieron. Alguien movió unas cantidades de una cuenta a otra, cambiaron unas cifras, eso es todo.
Hacer desaparecer dinero no es difícil. Un mago que se precie no dedicaría a ello su esfuerzo. Es más difícil hacer desaparecer un objeto físico. Por ejemplo ahí tenemos a la mafia, unos especialistas en hacer desaparecer personas, ni Paco Lobatón podría con ellos. O el señor Macarrón. No es broma, la empresa Macarrón S.A., que se dedica al montaje de exposiciones y demás, ha perdido una escultura de 38 toneladas. No es broma. Lo cuentan hoy en El País.
Lo mejor es la contestación que, según el artículo, ha dado la empresa: "que no se puede ver y no quiere decir nada más". Imaginen que contratan ustedes un guardamuebles y les contesta eso sobre sus pertenencias, inaudito. Pues hay gente con ese cuajo.
Tampoco deja de ser curioso que los propietarios hayan dejado transcurrir quince años sin preguntarse qué era de la obra. Supongo que pensaron que, como les salió barata, tan sólo 36 millones de pesetas gastaron en 1990, que al cambio es una minucia, pues no había que preocuparse. ¿Cuánto valdría hoy esa obra? No sé cuánto habrá pagado la gente del Guggenheim por las que le encargó para el museo de Bilbao, pero la cifra debe ser de vértigo.
Desde lugo hay que aplaudir al que haya conseguido algo que ni David Copperfield se atrevería a intentar. De hecho, desde aquí aprovecho para invitar al artista a montar espectáculos por ahí de desaparición de estatuas, porque podría ser incluso una verdadera labor social: Las numerosas estatuas encargadas por el ayuntamiento populachero de Madrid que son a cual más fea, las de Chillida -no acierto a imaginar lo bonito que sería Gijón sin el "Eulogio" del horizonte, mi amigo Juan Antonio lo llama El wáter de King Kong- y alguna otra que se me escapa.
Denle carta blanca a este hombre para que limpie España, por favor, del mismo modo que ha hecho desaparecer 38 toneladas -por cierto, a más lo pienso más me convenzo de que fue barata, ni a millón de pesetas la tonelada de hierro, ni los chatarreros son tan generosos- puede hacer desaparecer un millón.
Macarrón lo ha conseguido, ha convertido a Perec y su novela La desaparición en una obra de aficionado. Y creíamos que escribir una novela sin usar la letra e -la a en la traducción española- era difícil. Haga usted desaparecer 38 toneladas de escultura y luego hablamos.