27 enero 2006

¡Jo, qué noche!

Me voy a permitir la licencia de hablar de mí. De lo que me sucedió anoche. Muchos dirán que mi vida se la trae sin cuidado, y les puedo decir que les comprendo, a mí me sucede lo mismo, mi vida no me interesa demasiado pero, qué le vamos a hacer, me ocupa mucho tiempo de cada día, y en ese rato me suceden cosas. Vamos, que por alguna extraña razón mi vida me da ocupaciones.
Ayer volvía a eso de las tres de la mañana de un cumpleaños y, cuando puse un pie en mi casa, descubrí que no tenía luz. En el portal sí había -por lo que la teoría del apagón quedó pronto desestimada- y me dediqué a encender todos y cada uno de los interruptores del cuadro de luces a ver si era alguna fase la que saltaba.
Para que el lector pueda hacerse una idea de lo problemático de la situación debo informarle de que en mi casa todo es eléctrico: la calefacción fuciona por acumuladores nocturnos, así que la casa estaba helada; el calentador de agua también, y el agua estaba helada y a la mañana siguiente, cuando tocara ducharse, más; la nevera, por supuesto, también, por lo que algunos de los alimentos estaban empezando a oler mal; y la cocina, la televisión, la música, el ordenador, todo. Menos mal que una amiga me había regalado un candil y unas velas, así pude buscar una solución y la factura de la luz.
Llamé a la compañía eléctrica pidiendo un electricista de urgencia y me mandaron a un simpático chaval que apareció en media hora en casa y se dispuso a cambiarme un fusible, cuyo precio es de un euro y medio, por cincuenta. Veintidós por el servicio de urgencia y veinte por la mano de obra -diez minutos en cambiar el fusible y hacerme una factura para el casero- más el IVA. Total, unos cuarenta y ocho euros. En mi cartera tenía sólo 45, y el amigo no estaba por la labor de perdonarme los tres euros.
Total, que me bajo al cajero, saco cincuenta -se los queda, yo sí le tengo que perdonar dos euros- y se va. Cuando saco la llave para volver a entrar en casa me doy cuenta de que con las prisas he cogido las llaves equivocadas y no puedo entrar en casa.
Tengo las llaves de la oficina y el móvil, eso es todo. Ni tan siquiera el abrigo. Estoy en mi portal sin poder entrar en casa a las cuatro y pico de la mañana.
La familia es esa gente que te saca las castañas del fuego cuando uno está en apuros. Llamo a mi hermana, que vive a media hora en coche pero tiene una copia de las llaves de casa y, tras tranquilizarla por llamarla a deshoras y asegurarle que estoy bien, le pido que me traiga las llaves para poder entrar. ¿Por qué no te coges un taxi y duermes aquí?, me dice. Porque la vela está encendida en medio del salón y ma da un poco de miedo dejarla así, la verdad.
Y paso media hora comprobando por una vez lo útiles que son, en ciertas situaciones, los juegos del teléfono móvil. Y preguntándome cómo demonios se juega al Backgammon.
Total, que a la media hora aparece la santa mujer con mis llaves. Abro la puerta en un momento, le bajo su copia -vivo en un tercero- y le doy las gracias por el esfuerzo. Le digo que me llame en cuanto llegue para que me quede tranquilo y subo a casa.
Estoy molido, destrozado, pero los nervios no me dejan dormir y cuando, a la media hora de haberse largado, mi hermana no me llama empiezo a ponerme histérico y llamo cada dos minutos para asegurarme de que ha llegado. A la cuarta llamada lo coge, acaba de entrar por la puerta y se va a acostar. Le doy las gracias por décima vez y le digo que mañana, hoy, la llamo.
Y no duermo. Ya no duermo. Se me van las horas despierto pensando en lo tonto que soy, y como veo que no puedo dormir me leo un libro. La ciudad automática de Julio Camba, una maravilla, y muy divertido, lo suficiente como para hacerme olvidar un poco todo esto.
Ahora tengo sueño, mucho sueño. Y en lo único que pienso es en qué lugar voy a esconder una copia de la llave para futuros percances. O en instalar una puerta de esas que se abren con un código. No sé, algo tendré que pensar.