24 enero 2006

Subida al monte Carmelo



Como acostumbro, voy leyendo los suplementos culturales en el servicio. Es una manera cómoda y limpia de estar al tanto de lo que sucede en el mercado cultural, que suele terminar con la cisterna limpiando el retrete y permitiéndome olvidar la mayoría de las chorradas que he leído mientras cumplía con mis obligaciones fisiológicas.
A veces descubre uno algún buen artículo, pero lo reserva para el sofá -como suele suceder con los de Luis Fernández Galiano, que, quizá por escribir muy bien y tener muy buenas ideas, cada día colabora menos en el dichoso suplemento de PRISA.
Otras veces descubre uno insólitas pullas, casi siempre fuera de lugar. Leyendo el artículo de Lobo Antunes -convertido ya en esa caricatura de sí mismo- sobre Juan Marsé -que recibe día tras día en halagos lo que los premios no le otorgan: el reconocimiento a una de las mejores y más sólidas obras de la narrativa española, amén de una de las actitudes más coherentes- aprovecha el portugués para despacharse a gusto con Nabokov. Copio lo que dice de él:
Se cuentan con los dedos de una mano los escritores que he conocido y me interesaron por su densidad humana. En rigor, son demasiado egocéntricos y casi nunca tienen talento: hay poquísimos libros buenos y ni hablar de muy buenos, y si un libro no es bueno, o muy bueno, su autor, regla prácticamente absoluta, tampoco lo es: toma conciencia de su falta de calidad y se vuelve agresivo, envidioso y amargo. Claro que existen escritores buenos, o muy buenos, agresivos, envidiosos y amargos: Nabokov, por ejemplo, aunque sus libros no sean tan importantes como él imaginaba; son más inteligentes y hábiles que otra cosa. Y, estudiando sus lecciones, se ve que el hombre no comprendía la gran literatura y sólo era capaz de apreciar lo que, de los otros, se prolongaba en él. Se advierte algo de estéril en sus acrobacias, y la atención al detalle le impide la amplitud del vuelo. Acumuló uno tras otro libros bonitos, impecables desde el punto de vista técnico y, no obstante, desprovistos de la llama de la que está hecho el genio. No sé por qué estoy diciendo esto: Nabokov me importa un pito y quiero hablar de Juan Marsé.
Todo esto está, a qué mentirnos, muy bien. Aprovecho un texto sobre Marsé para poner un poco verde a Nabokov. Lo mejor de todo esto radica en que el muy cachondo del portugués no lo ha borrado, así que se conoce que no tenía tanto que decir sobre Marsé como para rellenar el número de caracteres que le piden en el periódico. Además, hay que decir que tiene razón, para qué negarlo: Nabokov es un autor muy frío, intelectual, y en sus cursos de literatura o en su ensayo sobre el Quijote se aprecia que sólo le interesa aquello de donde puede sacar algo. Pero eso no convierte a Nabokov en un mal escritor, ni mucho menos. Lobo Antunes, por ejemplo, es bastante peor que él, así que no termina de entenderse por qué ve la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.
Pero, sobre todo, me llama la atención cómo la gente aprovecha para ajustar cuentas. La estrategia del callejón y la capa que se habría dicho en los Siglos de Oro. En este texto no viene a cuento hablar de Nabokov, de hecho el espacio que pierda hablando del ruso lo está hurtando al elogio de Marsé, pero no le importa, lo deja ahí.
Como yo también soy dado al filo y a ir embozado, aprovecho esta antrada sobre Marsé, Nabokov y Lobo Antunes, para meterle un cuchillazo al portugués. En este artículo demuestra que tira poco, que no relee lo escrito, que le da todo un poco igual, vamos, y que ese aire divagatorio que tienen sus novelas -que a los pánfilos tanto gustan con esa disposición tipográfica antojadiza con párrafos y frases cortadas, como de poeta vanguardista de banquillo de reserva- no es un esfuerzo estilístico, sino una dejadez evidente que le permite escribir tres novelas de quinientas páginas cada dos años.
Yo leí mucho a Antunes una temporada, hasta Esplendor de Portugal, pero cuando corroboré que es un autor repetitivo, que cuenta siempre lo mismo y de la misma manera, me cansé un poco, la verdad, de andar leyéndolo. Además, tiene uno la extraña sensación de que es un poco caradura, de que siempre está vendiendo lo de haber estado en Angola durante las guerras coloniales, y lo de ser psiquiatra -por cierto, me gustaría preguntar a las autoridades lusas como es que alguien que se ha jubilado puede seguir usando su despecho en un hospital psiquiátrico, el Miguel Bombarda, en vez de dejarlo para alguien que esté ejerciendo. Hubo, lo he leído, una época en que se descubrió el monólogo interior, el flujo de conciencia, fue un descubrimiento y un recurso novedoso. Construir con monólogos todas tus novelas, siendo psicólogo, me parece lo más cómodo e insulso que uno puede hacer. Al menos podía echar un ojo en los historiales de ese hospital que se niega a abandonar para renovar las patologías.
Eso sí, me parece maravilloso que le caiga bien Marsé. ¿A quién con cabeza no le gustá Marsé? No hace falta darse cuenta de que Nabokov no es tan maravilloso para admirar a Marsé. Pero me parece genial que lo diga, y en un periódico de tanta tirada, sobre todo ahora que, algunos, habían comenzado a murmurar cosas de él por ser más honesto que la mayoría de la gente del mundillo literario, que hacen suya esa bandera de "llámame tonto y dame de comer".
Llegará un día en que a Marsé le den premios oficiales y demás. Y los aceptará, con ironía, sin creérselo del todo, los aceptará. Porque los narradores buenos, como él, saben que todo es relativo, y que ni antes era un francotirador ni por ser reconocido será un acomodado. Lo que más me ha atraído de Marsé, desde siempre, es que ha trabajado, que se aprecia en cada una de las historias que nos ha contado que él sabe lo que es tener que ganarse el pan con el sudor de la frente. Nunca ha sido un catedrático universitario, ni un señorito. No, siempre ha sido un hombre del pueblo con una fascinante capacidad de contar historias. Y sólo por eso uno ya lo admira. Que encima las cuente tan bien como sabe hacerlo lo convierte en alguien único.
La imagen, por cierto, es de cuando Marsé, siendo muy joven, trabajó en un taller de joyería.