24 junio 2006

El cuento del fin de semana (15)

Nunca he sido un aficionado especialmente vehemente de Conan Doyle. Bueno, la verdad, no he leído casi nada, por no decir nada de Conan Doyle. No soy un fan de Sherlock Holmes, y menos aún del doctor Watson. Y sin embargo creo que he visto casi todas las películas que han hecho sobre los libros, algunas, como la de Billy Wilder me parece magistral. Y no me duelen prendas al decir que es uno de los personajes más envidiables que puede crear cualquier escritor. A mí me gustaría que, como le paso a Doyle, una multitud de lectores me escribieran solicitándome la resurrección de mi personaje, incluida su propia madre.
Pero, al mismo tiempo, no me gustaría ser Doyle. Lo primero porque llegó a sir, y a mí eso de la nobleza inducida por el éxito comercial no me convence demasiado. Por el mismo aro pasó Cela, Marqués de Iria Flavia a los ochenta y cartero honorario catorce años antes, o Valle-Inclán, que se pasó la vida presumiendo de un título del que carecía y que el rey -como se estira este tío, ¿eh?- le dio a sus herederos, y, puesto a pasar por un Haro, me quedo con el de la Rioja, donde tienen muy buen vino.
Y tampoco me gustaría ser Conan Doyle porque al final de su vida se le fue la cabeza más aún que durante su madurez y unas niñas le engañaron con un par de trucajes fotográficos que él tomó por reales. Para muestra de la locura ahí está foto.
Pero, por encima de esos detalles, tuvo destellos geniales como este breve cuento, más que cuento ocurrencia, pero que es de una naturalidad que sobrecoje. Me parece una de las definiciones más certeras de lo fantástico, del terror, que se pueden encontrar. Disfrútenla.


La cabeza del perro

Estoy arrellanado en el sillón junto a la chimenea en que crepita el fuego. Tengo la copa de coñac en la mano derecha. Con la mano izquierda, caída descuidadamente, acaricio la cabeza de mi perro... hasta que recuerdo que no tengo perro.
Arthur Conan Doyle