02 junio 2006

Amores no correspondidos


Van a quedar, esta entrada y la anterior, como un díptico, creo, ya que los temas serán cercanos. Hablaba ayer de una sociedad que genera monstruos y los criminaliza sin hacerse responsable de haberlos generado, y hoy quiero hablar de como algunos de esos miembros de la sociedad se han atrevido a acercase al monstruo que llevan dentro.
El monstruo, tal y como lo define el DRAE, es algo feo, que atenta contra el orden de la naturaleza, pero Eco, que no sé si sabe más que la reunión prostática de la academia, pero al menos sí que parece que usa más la cabeza, lo analiza como el "diferente". Tan monstruo es un siamés con su hermano unido a él como un Jano bifronte como uno de esos portentos físicos que idoltramos como héroes del deporte. Pero a unos los amamos y los otros nos repugnan. He ahí una de las contradicciones del monstruo.
Algunos se han sabido monstruos o no han tenido miedo de encarar ese y siniestro que llevan dentro. Uno de ellos fue Thomas Mann, que vivió una homosexualidad más o menos soterrada toda su vida, y que se atrevió a verbalizar sus deseos y enfrentarse a ellos en esa joya -pequeña y reluciente como una piedra preciosa- que es La muerte en Venecia. Podemos hacer una lectura en la que Aschenbach sea un trasunto del propio Mann, como lectores y críticos podemos hacer lo que queramos, ¿no? Y en esa lectura podemos entender la fascinación que el viejo escritor siente por el joven Tadzio como una confesión de la que Mann sentiría ante un joven que todavía no se ha desarrollado, y que personifica un ideal andrógino del que Mann, apolíneo, siempre estuvo enamorado. Pero esa pasión se produce en un escenario sórdido y enfermizo. El clima lacustre de la Serenísima, una epidemia que diezma la población, y un protagonista que decide quedarse allí a esperar la muerte que sabe que se alcanzará. ¿Ese ambiente enfermizo, ha sido el contexto de esa pasión o lo ha producido el propio Aschenbach?
Nabokov tenía una mujer a la que, suponemos, quería. Con ella llegó a los Estados Unidos en 1940 y ella le acompañó hasta la muerte. Pero de la mente de este escritor surgió el último arquetipo que nos ha dado la literatura: Lolita. Este hombre, más bien tímido, algo soso, dedicado a su colección de mariposas, estaba destinado a la obsesión por el detalle. De esa osbsesión nació un inglés único -con una respiración distinta a la de cualquier otro autor-, una nación que nadie salvo él había visto hasta entonces -y que desde entonces ha sido no sólo copiada sino entendida como la arquetípica de ese país, con sus moteles de carretera y sus autopistas infinitas-, y una literatura que, como un telescopio invertido, hace que lo pequeño, lo escurridizo, lo que pasa desapercibido a los ojos de casi todos se apodere de la narración, de la literatura.
Por eso supo ver un detalle lúbrico que anidaba en su interior -y en el fondo en el de todo hombre- y que llamó nínfulas, aunque para todos sean ya lolitas. Todo hombre guarda dentro de sí un amor nunca realizado con Lolita -o Mari, Puri, o como quiera que se llame.
Uno de los más atentos lectores del libro de Nabokov ha sido Juan Bonilla. Uno de los más atentos y de los más perspicaces y constantes. Hasta escribir una nouvelle que se debe leer como ficción y crítica al mismo tiempo -supongo que es como se debe leer siempre tanto la ficción como la crítica, como un todo permeable, pero más en este caso- donde recrea una historia de amor entre un entrenador de tenis de segunda fila y una niña checa. Lo más interesante de este libro es que en él se nos cuenta la experiencia de un hombre que, mientras cumple su condena, conoce la existencia de la historia de Nabokov y se ve reflejado en ella. Si toda la gran poesía es aquella que ilumina partes de nuestro yo que hasta entonces no veíamos, hay que imaginar la sensación de alguien que descubre un libro donde es su propia historia lo que encuentra: sólo cabe la fascinación, por supuesto. Eso es lo que narra Bonilla en Humbert Humbert, la historia de un hombre que relee una y otra vez la novela que le puede explicar su vida. Dicho de otro modo, una metáfora perfecta del lector y la literatura.
ESo sí, en los tres ejemplos citados podemos ver como no hay margen para otra cosa que no se la tragedia, que es el final exigido por estas historias.
Todos nosotros albergamos un monstruo. Pero sólo algunos pierden la capacidad de mantenerlo bajo control. La literatura, el arte, ha sabido bucear en esas sensaciones, en las pasiones que habitan nuestros sueños.