15 junio 2006

El milagro del secreto

Para el niño todo es misterio, todo es un mundo por descubrir, y por eso miran con ojos golosos todo lo que se pone a tiro de su mirada. Pocos seres hay más desagradables que esos que parecen "estar de vuelta de todo", cínicos que consideran que ya han visto todo, que todo lo conocen, que la vida no les ofrece ningún misterio que les haga verla con deseo.
Necesitamos del misterio, del secreto. Nos sentimos atraídos por todo lo que se nos oculta. ¿Qué explicaría sino el misterio el éxito de engrudos intragables como los centones de Dan Brown o las estupideces hercianas o catódicas de Iker Jiménez -¡por Dios que no seamos familia, por favor!-y demás seudocultura de baratillo?
Por eso sorprende el afán que ahora exhiben los masones españoles por ser conocidos por todos: hacen jornadas de puertas abiertas, publican revistas, cualquier cosa para que la sociedad les conozca, sepa cuáles son sus objetivos, sus métodos, etc. Pero uno, que algo ha viajado, cuando ha estado por esos mundos de Dios -dos veces la palabrita en un post, para que luego la Conferencia Episcopal se queje de que la Iglesia ya no tiene presencia en la vida diaria de los hombres-, y a veces ha sacado el comentario -yo soy así, si estoy en el boulevard Raspail no hablo de Balzac, sino de masones- con los nativos de los lugares se ha quedado siempre sorprendido de la escasa importancia que tiene la masonería por ahí. Y supongo que es porque nunca han sido perseguidos, siempre ha sido cosa de cuatro iniciados y punto.
Si alguien busca en la base de datos del ISBN libros sobre masonería, verá que en España es un tema que interesa mucho, pero que eso sucede porque durante cuarenta años había conjuras imposibles entre la Hidra judeomarxista y los masones -vaya un cóctel, la verdad- que eran los causantes de todos los males que aquejaban a la reserva espiritual de occidente. Y durante todos esos años ser masón era tan guay, tan cool, tan trendy -la de revistas fashion que leo-, como tener el carné del partido comunista clandestino, llamarse Francisco o Federico Sánchez -tampoco soy asiduo de Semprún-, o leer las ediciones de libros socialistas editadas en América que llegaban de estraperlo a las librerías de Madrid -y vendía Jesús Ayuso a rojetes del momento como mi padre en San Bernardo 48.
Pero ahora que se van a convertir en un club más, con sus normas públicas, sus departamento de comunicación y hasta publicaciones, ¿quién va a querer ser masón? Los aburridos, los que están en los clubs de fans, o en los de golf, o hasta los socios del Madrid -que deben ser todos los madrileños, porque de no ser así no se explica el despliegue mediático en torno a las elecciones a la presidencia de este club, que, como diría algún culé, a fin de cuentas no es más que un club. Hoy, si alguien quiere estar en una sociedad secreta se va a la iglesia de Tom Cruise en la calle del Prado, con dos narices.
A todos nos gusta el secreto. Es lo que nos llama la atención. Nos atrae más una desconocida que nuestra mujer, de quien ya sabemos hasta cómo se hace la pedicura o se depila las piernas. El poder es enigmático porque no sabemos de qué modo actúa, cómo se mueve para lograr sus objetivos. Decía Faulkner que en sus novelas había sexo pero no amor, porque del amor no se habla, requiere el secreto. Y por eso a todos nos atrae el amor.
Ahora, que hay tantas campañas de fomento de la lectura y cada vez se lee menos, no sabe uno si la mejor manera de hacer que la gente lea es prohibírselo, hablar de los libros como si se tratase de drogas ilegales y venderlos de tapadillo, como hacen los camellos en las esquinas o en los parques. Seguro que, de ese modo, a todos les parecerían los libros objetos deseables y su lectura algo arriesgado y atractivo, digno de emplear tiempo en ello, y de presumir que uno lo hace.