16 diciembre 2006

Presunción de culpabilidad


Pues sí, nos han instalado de pleno en la cultura de la sospecha. Todos somos culpables. De algún modo extraño la reacción de los diferentes gobiernos y los encargados de la seguridad que están a su cargo ante una supuesta ofensiva terrorista que sólo aparece de vez en cuando nos ha devuelto a un estado del que nos creíamos a salvo desde el bautizo: Todos somos culpables, hasta que demostremos lo contrario.
La nueva religión de la seguridad, ya sea ante la amenaza del terror o mediante la política preventiva para que no nos hagamos daño nosotros mismos, con sus correspondientes prelados y obispos a sueldo de todos nosotros y de los poderes económicos pertinentes -o sea, que se dan al pluriempleo, y pese a eso dicen que no llegan a fin de mes- ha dictaminado que todos tenemos que demostrar nuestra inocencia. Uno debe demostrar cuando va a coger un avión que no es un criminal, y tiene que enseñar sus pertenencias en una bolsa predeterminada -una nueva liturgia- que por supuesto ellos se encargan de venderte -un nuevo cepillo- y todo para defendernos de unos señore muy malos que no conocen la Gilette y que nos esperan tras cualquier esquina para hacernos daño.
También se nos tiene que proteger de nosotros mismos. Esta semana el Tribunal Consitucional ha absuelto de la condena criminal que pesaba sobre un conductor que dio una tasa de 2 de alcohol en sangre. Repito, le ha absuelto de la condena por crimen, no de la administrativa por la que le será retirado el carnet. O sea, que ha hecho algo tan escandaloso como considerar que si alguien no comete un crimen no es un criminal, por mucho que no le guste al ministro de turno que ha hecho la ley. Dicha ley, todo hay que recordarlo, parece mentira, presupone la culpabilidad del conductor. Lo vemos todos los días en las carreteras, nadie espera a que alguien cometa delito alguno.
Tal vez alguien por ahí haya visto la película Minority Report, alguno más afortunado puede haber leído el cuento de Phillip K. Dick en el que está basada, y recordará que el presupuesto fundamental de esa parábola es plantear si uno es culpable antes de llegar a cometer el delito. Para los poco puestos hay que recordar que los sistemas penales tienen una perspectiva diferente a este respecto. El yanqui -al que estamos acostumbrados por las películas y la televisión- se focaliza en la intención, y usa como agravante la voluntad del delincuente al cometer el delito, o lo que es lo mismo: una persona que mata a otra merece más condena si lo hace por robarle que si es por una imprudencia. El derecho hispano se basa en el delito, castiga los efectos, por así decirlo, y por eso condena por homicidio y punto. Lo importante es que hay un muerto.
O sea, que la ley que nos han encajado va en contra del sistema penal en el que se tiene que insertar. Un sistema que castiga el delito cometido debe ahora castigar la intención o posibilidad de cometerlo. Esta visión está heredada de la cultura protestante, donde es el espíritu el que marca nuestra actitud ética, y no nuestra alma, como sucede en la cultura católica. Esa es la idea protestante, salva la fe, no los actos, y por tanto nuestro espíritu es bueno o malo.
Nos vemos conducidos, todos, al patíbulo de los condenados salvo que podamos probar nuestra inocencia antes. Nos mandan allí los nuevos apóstoles de la moral. Somos culpables porque fumamos, porque bebemos -pese a que pagamos nuestros impuestos que mantienen a nuestros perseguidores al hacerlo- y no importa que no dañemos a nadie más que a nosotros mismos.
Patrick Harpur, en uno de los capítulo de su interesantísimo libro El fuego secreto de los filósofos, habla de la posibilidad de convertirse en un daimon a través de la mania, de la locura. Estos daimones son los encargados de establecer una relación entre nuestra mundo y el Otro mundo, sea la muerte, el reino de Dios o cualquier otro de los distintos modelos míticos que las distintas culturas han creado. En un momento dado comenta, atravida pero creo que certeramente, que en el proceso que llevado a la cultura cristiana -que acotumbra a polarizar lo que otras considera visiones duales sin más- a identificar el cuerpo humano con el mal, con el Otro mundo, ha llegado a medicalizar procesos que antaño se consideraban ejemplos de una persona espiritual capaz de regirse por férreas convicciones, y que se convertían en muchos casos en rectos predicadores. Y pone como ejemplo a los anoréxicos, que llegan a despreciar el cuerpo en pos de un ideal. ¿No hay una semejanza real entre un enfermo de anorexia uno de esos predicadores eremitas de que nos hablan las escrituras? No creo que sea casual el aire anoréxico de nuestra minstra de sanidad que lleva a cabo su cruzada antitabaco.
No es, desde luego, casual, esa idea de que todo vicio, toda actitud desenfrenada destinada a provocar placer conlleve un peligro para la sociedad y deba ser, por tanto, eliminada.
Estamos, de nuevo marcados por un pecado original. Ya no es el católico, pero es igualmente molesto. Y todos somos culpables.