18 junio 2007

El hábito del monje

El principal problema que tengo con Ray Loriga, que he tenido desde que aparecieron sus primeros libros, es que me cuesta mucho soportar a un escritor que actúa como una estrella mediática. Alguien que quiere figurar, que deja traslucir en todo momento una cosa que ahora se llama glamour y antes se decía ser un hombre de mundo. En su momento leí Lo peor de todo, que era un libro facilón, superficial, que estaba escrito al menos de un modo novedoso, como lo hacían esos escritores que leíamos traducidos cuando íbamos al instituto. Con Héroes, la verdad, es que ya no pude. Y desde entonces hasta hoy no he vuelto a intentar leer nada de Loriga, porque me interesa poco el mundo de sus historias, la verdad, y porque no me resulta muy simpática su actitud como artista. Tampoco he visto ninguna de las películas en las que ha trabajado, fuera como guionista solo o también ejerciendo la dirección, porque no me han parecido especialmente interesantes –y menos la película sobre Santa Teresa, con Paz Vega interpretándola, un delirio, vamos.
Pero cuando me enteré de la edición de este libro me animé a pedirlo, a darle una nueva oportunidad a un escritor que, a fin de cuentas, no me ha hecho nada. El libro consta de unos cuantos artículos que aparecieron en El País –algunos de ellos son, sin duda, lo mejor del libro-, de una carta ficticia dedicada a Rodrigo Fresán, y de un par de narraciones que el propio autor denomina frustradas. En el prólogo del libro se realiza una captatio benevolentia al respecto de los poco interesantes que son los textos recogidos en el libro. Y tal vez haya que reconocerle a Loriga la sinceridad que albergan esas palabras. Pero tampoco conviene tomárselas demasiado al pie de la letra, al fin y al cabo, si son tan poco merecedoras de atención, uno no las edita en libro y punto.
Los dos relatos son una narración incompleta, apenas el esbozo de una historia muy sugerente sobre niños que nacen con malformaciones y las relaciones entre hermanos, y una historia de amores adolescentes en el entorno de la clase alta madrileña, que es estrictamente eficaz, pero que carece de profundidad, como los personajes que retrata.
La carta a Fresán es un texto que sirve como pequeña poética pero que no llega a levantar el vuelo por unas referencias bastante poco oportunas a hechos ajenos a la escritura –comentarios sobre las estrellas del Real Madrid en una conversación en un resort asiático que tiene, la verdad, poca gracia.
Y los artículos. La mayoría son, como bien reconoce el autor en el prólogo, quincalla del momento, palabrería sobre la actualidad –hay incluso un artículo sobre las dificultades de encontrar un tema sobre el que escribir toda la semana-, pero entre ellos hay algunas perlas. Lo mejor del libro, ese verso que le permitía a Borges salvar a un poeta de la quema. Un artículo sobre la persecución a que se ve sometido Bobby Fisher, otro sobre la quema de libros, un pequeño relato sobre un niño que juega al escondite inglés. Ahí está lo mejor, sin duda, del libro. Hay algunos textos mitómanos que si han resultado acertados, como el dedicado a Bob Dylan, pero en su mayoría son textos que no llegan a levantar el vuelo respecto a su entorno, esa realidad efímera y banal sobre la que están montados.
Porque este libro demuestra dos cosas. La primera que Loriga sí sabe escribir, no ya que conozca la sintaxis y sepa dotar de estructuras sólidas a sus textos, sino que sabe escoger asuntos que son importantes y a veces los plasma desde el enfoque más eficaz, más sólido, para la historia. ¿Por qué entonces se ha convertido en ese hombre que se dedica al cine “porque un mal escritor vive mejor del cine que de la literatura y además conoce a más gente”? Hay un Ray Loriga que aparece en promociones de marcas de vodka agarrado a dos actrices para la foto, que en sus textos no puede reprimir hablar de asuntos totalmente intrascendentes como las estrellas del fútbol, que no duda en salpimentar sus escritos con referencias a mi buen amigo mengano o mi estimado colega fulano. Un escrito que cae de lleno en los clichés, en lo que debe ser una estrella mediática, en lo que se supone que es un escritor para la gente que no lee demasiado. Una máscara.
Uno encuentra hasta cierto punto lógico que alguien decida representar un papel ante los medios: Ese chico de melena mojada peinada hacia atrás con barba de tres días y botas vaqueras, incluso puede entender que lo haga en las apariciones públicas –a fin de cuentas la masa pude ser tan estúpida como los medios de comunicación que la alimentan-, pero no entiende esa mixtificación en los textos.
Es en sus textos donde hay que buscar al escritor, y en ellos –por ellos- vemos que Loriga es un fabricante de bisutería que deja muy barata en manos del lector. Y de vez en cuando en vez de hojalata logra una joya verdadera que regalar al lector. La única duda que nos queda ya es si esas joyas las hace conscientemente cuando algo de veras le interesa, o si son fruto del azar, sin que intervenga su voluntad en los más mínimo, y sin que sea capaz de diferenciar en su propio taller de orfebrería que piezas son buenas y qué piezas malas.
Ray Loriga Días aún más extraños El Aleph, Barcelona, 2007