11 junio 2007

Literarity


Sabíamos que la literatura, como buena parte de la cultura, está siendo desde hace tiempo duramente atacada por el mercado, hasta el punto de que se está empezando a valorar las obras como productos y no como creaciones artísticas. Lo que no se había dado hasta ahora es el caso de que la literatura fuera carne de los reality. No, no se asusten, no se da el caso de que un directivo de una cadena televisiva le haya comprado un formato a algún tipo con ideas geniales. No esperen ver telerrealidad protagonizada por escritores. No porque no sea atractiva, todo depende del casting que se haga. ¿Se imaginan a Manuel García Viño, el fiero literato, metido en una casa con Molina Foix, ese ebúrneo autor? ¿Pérez-Reverte y Asensi haciendo pactos en las nominaciones para echar a Marías y a Pombo -por cierto, qué tertuliano han descubierto la gente de Antena 3 con Pombo? Podría ser, desde luego interesante.
Pero todo eso, evidentemente, tiene poco de literario. Es amarillismo, prensa rosa pero elevada porque los protagonistas no saben solo cómo pelar un langostino con cuchillo y tenedor, sino que se permiten reflexionar sobre ello. En realidad un programa de telerrealidad con esritores sería muy anodino. Porque consistiría en un puñado de seres bastante tristones pasando unas cuantas horas al día frente a unos ordenadores. Así es la realidad del escritor.
Lo que sí se puede hacer es fomentar algo parecido a Operación triunfo o Factor X, que de realidad tiene poco la verdad -no se puede convencer a nadie de que esas semanas de colonias, con ensayos y clases de canto son realidad-, y eso es lo que han hecho en la UNAM -por cierto, qué manera de minar un prestigio ganado a lo largo de tantos años de esfuerzos por la divulgación cultural. Han ideado un programa virtual -virtuality es la palabra que denomina esta nueva realidad en los mass media- en el que diez autores se postulan a salir convertidos en nuevas estrellas del mundo de la edición. De momento son sólo máscaras, alias y seudónimos, pero quién sabe si en un futuro serán esa gente que "ganó el Caza de letras de 2007" y harán exitosas giras por Japón, y su nuevo corte de pelo será uno de los enlaces de noticias recientes en la versión digital de El País.
Yo he estado dándome una vuelta por el site de la Caza de letras y me he quedado un tanto espantado. No tanto por la calidad de los textos o por el acierto del jurado a la hora de elaborar sus comentarios a los mismos. No, por lo que me he quedado espantado ha sido por el atropello que supone este concurso a lo que es un taller de escritura. Si uno analiza todo el proyecto se aprecia que no es sino un taller abierto al público como espectáculo, y que por ello se vicia inmediatamente la razón de ser de un taller de escritura. Un taller debe ser un lugar donde uno aprende, no donde tiene que demostrar lo aprendido; donde uno escribe con tiempo para poder pulir y cuidar sus textos, no un lugar donde hay que hacer un ejercicio en un día para mantener la tensión del que está siguiendo el proceso. En un taller se plantean dudas y debe haber un intercambio de opiniones, la preeminencia del profesor viene avalada por su formación y por la mayor cantidad de asideros teóricos que tiene para argumentar sus opiniones, pero en este espectáculo de la escritura los jurados deciden porque sí, y no hay espacio para los comentarios entre los participantes. En un taller se debe enseñar al aprendiz de escritor que para obtener su fruto el trabajo debe ser meticuloso y concienzudo, que exige meditación y reflexión sobre lo escrito, mientras que en La Caza de Letras prima la velocidad del mundo de Internet y eso produce textos que son apenas esbozos de un texto -recuerdo ahora que el campeón del mundo de ajedrez no tiene por qué ser el mismo que juega las mejores partidas rápidas.
Pero, por encima de todo, me molesta mucho la banalización del trabajo y la formación de un escritor, que es fruto de trabajo en solitario, hecho poco a poco y en busca de ideas, y no este espectáculo superficial y excluyente, en el que quien no hace un texto en dos horas aceptable se va a casa. Me viene a la cabeza Flaubert, y los años que le llevaba la escritura de cada novela, los meses que invertía en cada capítulo, las semanas que le llevaba a veces una sola hoja.
Habrá, como siempre, gente que piense que esta banalización espectacular será buena para la literatura, que de este modo atraerá lectores. Supongo que son los mismos que creen que todas esas masas que hace unos años compraban los CDs de las galas de Operación triunfo ahora andan por ahí escuchando a Mozart y Bach, aunque me parece que lo que llevan en sus iPOD es el último disco de Bustamante o Chenoa.