13 mayo 2006

El cuento del fin de semana (10)

Si me obligasen a confesar, la verdad, no sé si podría decir que me gusta Tomeo. He leído muchos de sus libros y me quedan por leer otro montón -porque es uno de esos escritores de libro al año como mínimo, lo que contrasta mucho con la ociosidad que sus amigos siempre le atribuyen- y tampoco podría ponerme a enumerar las distintas tramas de sus breves e intensas novelas, de sus inquietantes relatos. Seguramente serán muy parecidas a las que me quedan por leer y las que iré leyendo, porque tampoco es tan mayor como para que no publique otro montón de libros.
Lo que siempre se me queda en la cabeza tras la lectura de sus narraciones es un tono, una inquietud. Me quedan sensaciones, y en un mundo de sucedáneos como el que habitamos no es una cuestión menor que alguien te haga sentir cosas.
También me gusta mucho la manera que tiene de decirme esas cosas, con sus historias secas, directas y en las que todo parece apuntar a la ausencia del verdadero centro de la historia que se nos narra. O esa genialidad que tuvo de construir una novela -la primera, por Dios, era la primera- como un sólo parlamento de un diálogo. Un sólo parlamente que se extiende a lo largo de ciento cincuenta páginas llenas de la mejor literatura y cuya lectura no puede dejar a nadie indiferente -perdón por el tópico, pero, como todos sabemos, el tópico conlleva una enorme porción de verdad en su interior.

Los sueños en los sueños
Aquella cálida noche de agosto, mientras decenas de mochuelos de plástico ululaban a la luz de la luna, mi amigo Ramón -que a la sazón empezaba a definirse como un hombre de psique muy compleja- soñó que soñaba que estaba soñando, y así sucesivamente. Aquel gran sueño único -generado seguramente por la mala digestión de una cena demasiado copiosa-, fue pues como una de esas preciosas muñecas rusas que están metidas una dentro de la otra , pero con la diferencia de que, en su caso, las muñecas no eran idénticas y se diferenciaban claramente no sólo por el tamaño, sino también por su colorido y textura.
Al día siguiente, al despertarse, Ramón se sentó al borde de la cama. y se puso a pensar. Encendió el primer cigarrillo del día, que era el que mejor le sabía entre los treinta o cuarenta que se fumaba diariamente, y se pasó un buen rato procurando recordar todos esos sueños. es decir, tratando de delimitar los diferentes paisajes que esos sueños habían recorrido.
Su madre le llamó varias veces desde la cocina para recordarle que tenía el tazón de café con leche puesto encima de la mesa, pero él siguió cavilando, con una libretita y el bolígrafo sobre la mesita de noche, al alcance de la mano, a punto para cazar por escrito los sueños apenas empezase a recordarlos.
—Vamos a ver- se dijo- Recuerdo perfectamente que esta noche he soñado que soñaba que estaba soñando. Eso es seguro. Recuerdo también que en mi primer sueño, origen tal vez de los que siguieron luego, soñé que viajaba en un hermoso velero por un mar de aguas transparentes y que, luego, mientras estaba durmiendo en la cubierta de ese velero, soñé que estaba en el oasis de un desierto de arenas abrasadoras soñando con una inmensa llanura helada. A partir de ese punto, sin embargo, me hago un lío y soy ya incapaz de recordar si me quedé también dormido en el igloo de un esquimal hospitalario para seguir soñando en otros paisajes que nada tenían nada que ver con el paisaje en el que me encontraba.
—Ramoncito- volvió a llamarle sla madre.
Al final perdió la paciencia y retiró el tazón del café con leche de la mesa para calentarlo otra vez en el microondas. Ramón, mientras, continuó todavía un buen rato en su cuarto, fumando como un carretero y tratando de despejar sus incógnitas.
Javier Tomeo