18 enero 2007

Un francotirador es muy parecido a un poeta

He leído todos y cada uno de los libros que ha escrito Juan Bonilla, así que creo que puedo afirmar que soy un conocedor de su obra. Durante algunos años incluso fui de los que pensaban que era uno de esos talentosos jóvenes escritores –si sigo haciendo este tipo de sintagmas va a parecer que esto es una traducción- que con los años se convertirían en los popes de la novela hispana. Hoy creo tener la certeza de que es uno de los mejores escritores que tenemos, independientemente de que muchos críticos sigan esperando “una gran novela” de sus manos, y también sé que no será nunca un pope de la literatura española. Las razones son varias.
Por ejemplo, ha leído mucho, y eso no es buen augurio para un autor en este país. Conviene haber leído poco e ir por ahí descubriendo mediterráneos, como la mayoría de los críticos, por aquello de que Dios los cría y ellos se juntan vale también para la literatura, y uno contempla con verdadera perplejidad como año tras año se sigue encumbrando a los autores que siguen haciendo lo mismo de siempre y las más de las veces peor que como se ha hecho siempre. Pero Bonilla ha leído literatura del derecho y del revés, y no se ha quedado ahí, su curiosidad le ha llevado a frecuentar otros terrenos, y posiblemente sea uno de los escritores con mayor abanico de referencias a la hora de enfrentarse a cualquier historia. Una de las dos licenciaturas que tiene, si no recuerdo mal, es la de Clásicas. Y en sus narraciones se puede apreciar en todo momento como sus historias beben de la estirpe grecolatina, pero que siempre son vistas desde la perspectiva más actual, más interesante y más viva para un habitante de este sigo que apenas acaba de comenzar.
Otra razón de peso es que Bonilla es periodista. No es uno de esos que va a las tertulias de la televisión empujado por un “halo de escritor” y que así puede colocar “periodista” en el currículum que le prepara su agente literaria. No, Bonilla eligió estudiar periodismo y es una de esas rara avis hispanas–esto va a parecer traducido, uno ya lo ha asumido- que parecen sacadas del mundo de la prensa norteamericana: un columnista con las manos libres para tocar el tema que quiera porque siempre va a hacer con originalidad y espíritu literario. Basta con leer El Mundo –sí, amigos, si uno quiere perseguir la buen literatura debe pasar por encima de consideraciones morales- para comprobar la libertad temática que exhibe Bonilla en su faceta periodística. Aquellos que sean más perezosos, o que bien cuenten con más medios económicos, pueden hacerse con sus libros de artículos: Veinticinco años de éxitos –es inencontrable ya, una verdadera pena porque es un libro precioso, si encuentran uno piensen en mí, acepto regalos-, el divertidísimo El arte del yo-yo –que repesca la casi totalidad del anterior-, La holandesa errante y Teatro de variedades. En ellos se puede apreciar la capacidad del autor de convertir noticias, libros, detalles de todo tipo, en robustas reflexiones sobre la existencia o metáforas sobre el sinsentido de la misma. Como todo buen articulista sabe mantener la tensión entre la opinión y la narración, y muchos de sus textos se mueven a medio camino de la columna y el cuento.
No se debe olvidar que Bonilla quiere hacer literatura. Sus referentes: Nabokov, Kafka, Platonov, Pound, Canetti… -entre otros, y por citar sólo a extranjeros- son una buena pista de la exigencia que siempre ha mantenido en sus textos. Tanto los versos como la prosa de Bonilla –coincido con él en que la poesía es un sustrato que debe afectar a todo acto artístico, así que confundir forma con fondo me parece absurdo- son extrañamente sencillos. Dificultosamente sencillos. A medida que uno discurre por ellos no repara en la suavidad con la que te desplazan, en la ausencia total de pendientes con que uno se topa. Pero, basta con leer más concienzudamente para darse cuenta de lo arduo que es escribir con esa sencillez. Al contrario de lo que suelen hacer la mayoría de los escritores, que exhiben su dominio del lenguaje con una sintaxis alambicada o con el uso de un léxico florido, pretendiendo que el lector se esfuerce en alcanzar su nivel –algo parecido a la jerga gremial que expulsa a los no iniciados y permite la perpetuación de modos y rangos-, Bonilla hace el trabajo de acercar su obra al lector. No significa eso que rebaje de profundidad o de variedad sus textos, al contrario, lo que sucede es que se encarga de que el lector sólo tenga que asimilar esas ideas, no desentrañarlas. Salvando las distancias temáticas, me recuerda en eso a la vocación de transparencia de los grandes ensayos de Ramón Gaya.
Como le gusta la literatura y trabaja de periodista –lo que conlleva estar un poco al tanto de lo que sucede en el mundo, ese planeta en mitad del Sistema solar que tan poco parece importarles a los miembros de la “nueva narrativa española” de la transición, de ahí los bostezos que provocan sus novelas-, y le da a la fotografía, tiene que sufrir las molestias de preocuparse por cuestiones estéticas. Bonilla se preocupa del acabado de cada uno de sus textos, de incorporar en ellos nuevas tendencias que se están dando en la literatura mundial, pero sin hacer alarde de ello. Tan sólo se permite sarcasmos en determinados momentos hacia la parte más rancia del mundo literario –los hay repartidos por todos sus libros, pero la estoica irritación que revela en el epílogo de este libro hacia la cómoda tendencia monologuista del cuento español es una muestra de ello-.
Fruto de todo lo comentado es el libro del que hablo. Basado en hechos reales es una antología de más de trescientas páginas donde recoge dieciocho relatos. Algunos provienen de sus libros de relatos –El que apaga la luz, La compañía de los solitarios, La noche del Skylab, El estadio de mármol y, ¿se puede considerar a Je me souviens un libro de relatos?- y otros estaban desperdigados en revistas o antologías. El título no es casual, ya he hablado del “Bonilla periodista”, y en buena medida esta antología viene a demostrar que los asuntos de sus cuentos beben de la realidad periodística. Lo que sucede es que Bonilla es un esteta y ha leído algo de literatura –entre otras cosas- y sabe que su objetivo no es, cuando acomete la narrativa, presentar la realidad tal cual, como si se tratase de un reportaje, sino transmutarla, usarla como materia prima de la buena literatura. Por eso en sus cuentos uno puede encontrarse realidades tremebundas que parecen sacadas de las páginas de sucesos –ahí está “Paso de cebra” o “La noche del Skylab”- pero de ellas extrae Bonilla lo simbólico, lo que se puede metaforizar y transformar en literatura que le hable al hombre. Lo mismo sucede con la literatura, que en sus cuentos deja de ser una referencia cultista carente de contacto con la vida para fundirse con ella y enriquecer la existencia de sus personajes. Y todo está contado con la sencillez necesaria para transmitir las complejas relaciones, los extraños saltos temporales o espaciales que en buena media se producen en estas historias.
Bonilla sabe estar en el mundo y hacer poesía con la realidad que le rodea, sea esta la que aparece en las noticias o la que entresaca de sus lecturas. Por eso no será nunca un pope de la literatura española, ahora me he dado cuenta. Para estar ahí –donde ahí significa en los sillones de las academias, en las páginas completas de los diarios, en los estudios de los doctorandos sudamericanos, en los jurados de los premios- se necesita cerrar los ojos a la realidad, asentir cuando el que firma el talonario lo exija, acomodarse y dejarse llevar por la corriente. Y no veo por allí a Bonilla, lo veo en los márgenes, lo veo afuera, disparando contra la hipocresía y los lugares comunes, haciendo poesía con nuestros más oscuros deseos. Lo veo insomne, fumando, preguntándose qué hace en este mundo, y siendo así no le dejan entrar a uno en el grupo de los aplaudidos por el sistema, afortunadamente.
Juan Bonilla Basado en hechos reales Berenice, Córdoba, 2006