Si uno repasa la trayectoria de Grasa verá que es un autor sólido, con una peripecia personal muy interesante, y que, si por algo se ha destacado desde sus inicios, es por huir de lo cómodo, del lugar común en el que muchos autores que se estrenaron al mismo tiempo que él se han instalado. Y, por encima de todo esto, Grasa es un narrador de una solidez y modernidad evidentes. Quizá por eso en las editoriales “potentes” tan sólo cuenten con sus novelas, y textos menos comerciales tengan que buscar abrigo en editoriales pequeñas y con calidad como Xordica. Grasa es un autor con el que uno, por así decirlo, juega sobre seguro, es de los escritores de verdad, esos que pueden entregar un libro más o menos sugerente, más o menos redondo, pero nunca poco trabajado.
Cada uno de los doce cuentos del libro está cimentado en una labor metódica. Sobre todo para provocar en el lector sensaciones. En los relatos de Trescientos días de sol no importan tanto las tramas –aunque algunos de los relatos las tienen magníficas-, el dibujo del personaje –pese a que nos identificamos y sentimos las rarezas y modos de entender el mundo de cada uno de los protagonistas-, o participar de una u otra estética –es un libro que aúna la recreación de un mundo realista, que reproduce entornos identificables, plasmado con una sensibilidad y conciencia plenamente contemporáneas-. Yo creo que lo verdaderamente interesante del libro, y que lo coloca en la primera línea de la narrativa, es la voluntad de hacer vivir, de provocar sensaciones en el lector. Cuando uno va leyendo los textos va enfrentándose a unas situaciones, a unos sentimientos que interioriza con rapidez. Y eso se debe al acertado trabajo del autor. Frente a otros textos que se limitan a mencionar hechos actuales, a incorporar elementos tecnológicamente modernos, frente a una modernidad de cartón piedra, seamos claros, que uno encuentra en las gangas que editan muchos autores jóvenes, Grasa retrata, reproduce o recrea –elijan la posibilidad más acorde con su modo de entender la narrativa y la literatura en general- una forma de ser, forma de estar, en este mundo. Los personajes obsesivos, sus absurdas reacciones, los caprichoso y siniestro de sus deseos y sus actos, son plenamente actuales. Son seres tan enfermos, raros, extraños como los amigos con los que nos tomamos cañas, como los desconocidos que comparten parada de autobús con nosotros, como nosotros mismos. Leyendo Trescientos días de sol uno “ve” el mundo en el que transcurren los relatos como un reflejo idéntico al mundo en que nos movemos, esos paisajes maños son una maqueta 1:1 del mundo por el que yo paseo. Ahora caigo en que los estudios de mercado siempre se realizan en Zaragoza porque sirven como proyección ideal de lo que sucederá luego en todo el territorio nacional. Los que saben de nichos de mercado saben de esto también, y que no miento.
Por eso me molesta tanto eso del “realismo sucio”. Yo no veo una continuación servil de una estética en los cuentos de Grasa como si se da en otros autores que me hablan de personajes escapados del Medio Oeste yanqui. Yo veo una voluntad clara de entender el mundo en el que vive, su entorno. Y no veo a nadie diciendo por ahí que nuestro mundo es “realismo sucio”. De no estar tan denostada la etiqueta del realismo habría que hablar de realismo a secas, y entonces a lo mejor no me irritaba tanto. Pero, claro, lo del realismo ya no se lleva, y menos si es el nuestro –ya saben, leo a Flaubert pero no a Galdós, y tan panchos con la tontería-, y nadie quiere tenerlo cerca.
Yo he disfrutado, he sentido cosas, leyendo este libro de Grasa. Ya pocas veces me pasa, así que sólo puedo estarle agradecido.
Ismael Grasa Trescientos días de sol Xordica, Zaragoza, 2007