22 abril 2011

Al otro lado del espejo

Elvio Gandolfo fotografiado por Laura Crespi en el Varela Varelita,
bar del que Héctor Libertella era parroquiano.

Que el género de lo fantástico ha tenido dentro del ámbito del Río de la Plata a algunos de sus más interesantes practicantes dentro del ámbito de la lengua española es algo más o menos conocido por todos. Lo que no es tan conocido, porque figuras como Borges, Cortázar siguen siendo los referentes continuos, es que a día de hoy siguen produciéndose piezas únicas que aportan nuevas referencias dentro del inagotable surtidor de aquella región. Elvio Eduardo Gandolfo es uno de esos autores que es desconocido por el gran público pero que los lectores entendidos tienen bastante bien ubicado. Es, además, un símbolo por lo que tiene de simbólica su biografía. Hijo del poeta Francisco Gandolfo, nació en Mendoza pero se crió en Rosario y luego fue cambiando de residencia cada pocos años entre localidades argentinas y uruguayas, hasta el día de hoy, en que vive a camino entre las dos capitales: Buenos Aires y Montevideo, donde, además, se encarga de dirigir uno de los suplementos culturales con más prestigio de América Latina, el del diario El País.
Su obra se extiende en los género de la poesía, de la novela -la finalista del premio Planeta Boomerang y una novela crónica llamada Omnibus- y, sobre todo, el cuento. En un reportaje que le hizo la periodista Ana Belluscio, Gandolfo le confesaba que, cuando Gandolfo termina uno de sus cuentos se dice a sí mismo: Gandolfo es muy bueno. Tal vez por ello no necesita que se lo digan muchas más veces, pero en el caso de estos dos cuentos se hace obligado repetirlo más de una vez. Pero, más allá de lo cómico de la anécdota, hay algo mucho más turbador, Gandolfo presta su cuerpo al otro para que escriba esos relatos extraños y turbadores como pocos, que más tarde él lee como algo ajeno. En esa explicación se puede leer el método de total libertad creadora, ese abandono de uno mismo en su escritura, que es quizás la pista más válida de Gandolfo para sospechar de al existencia de otro, u otros, yo dentro de nosotros mismos.
Para ser exactos, habría que describir los dos textos que forman este libro como un cuento y una novela corta, porque Escamas, piel por extensión y enfoque se acerca más a ese género dúctil y todavía poco o nada analizado que es la novela corta. De todos modos, el texto que abre el volumen es el cuento Rete Carótida. Se trata de la historia de la toma de contacto del narrador de la existencia de una mujer extraña que le facilita fotografías de temática sexual sin explicación ni razón aparente y que en un momento dado parece tener algún tipo de extraña relación con un amigo suyo. Lo grotesco del aspecto de la propia Rete Carótida, la protagonista del relato que es descrita como una enorme y oronda mujer, el elefante aparece como referente espontáneo, y pese a ello capaz de provocar algo más que pavor o miedo, no es, con todo lo más interesante del relato, sino la presencia de algo intangible, una suposición o intuición incluso, que va poco a poco trasladándose al lector que, perplejo, se siente tan desorientado como el propio narrador y con la misma necesidad de saber qué ha estado ocurriendo durante la narración. Gandolfo, inteligente, no considera necesario explicar los hechos ni construir el texto sobre esa presencia inefable que constituye lo fantástico, sino usarla como un elemento más, siempre latente, a lo largo de la narración.
Ese enfoque, brillantísimo, se hace más palpable, incluso en Escamas, piel. En principio la trama es una sencilla historia de amor. Un hombre conoce a una mujer en la panadería a la que acude a diario para comprar el tentempié de sus compañeros y se queda prendado de ella. Uno de esos compañeros, al tanto de lo que está sucediendo, le cuenta la historia de un viejo compañero que mantuvo una relación con esa misma mujer y desapareció. La narración cobra en ese momento una densidad y poder de atracción únicos, y Gandolfo sabe mantener hasta el último momento la tensión narrativa, con la presencia de un par de escenas que se graban en la memoria del lector. Y, siempre, con una sensualidad, una presencia del cuerpo y del placer constantes y fascinantemente reflejadas:
"la besó, buscó su lengua, enredándola y tocándola apenas con los dientes, sin llegar a morderla. Ella apretó aun más el abrazo y Berti cerró los ojos. Hubo un gemido aun más agudo, fino, casi en el límite de lo audible, y entonces lo invadió una ola de terror extremo, en la oscuridad de los ojos cerrados. Porque sintió que lo que lo envolvía no era la piel casi blanca de Irene, ni los brazos de la mujer que amaba y compraba pan en la panadería, sino otra cosa múltiple, enorme, vigorosa, distinta hasta la repulsión, de la que quería separarse ya, para correr hasta interponer la máxima distancia posible, en tiempo y espacio."
Lo realmente único de esta novela corta, sin duda una lectura obligada para todo amante del género, es que consigue trasladar al lector todas las experiencias e inquietudes del protagonista y, más aún, preguntarse tras su lectura si ese algo extraño e inquietante a lo que tiene acceso a través de la relación con Irene no es el propio amor, de ahí ese pavor que despierta el tomar contacto con algo tan puro.
Quizás, ojalá, la edición de este libro tan intenso como perturbador, que nos habla de los sentimientos y del temor que nos despiertan los otros, quizás nosotros mismos, sirva como tarjeta de presentación para muchos lectores ansiosos de conocer un poco más del universo sutil e inquietante que ocupa la obra de Gandolfo.

Elvio E. Gandolfo Dos mujeres Periférica, Cáceres, 2011

21 abril 2011

Boedismo zen


Uno de los grandes temores de todo lector pasa por conocer a los autores a los que admira. Lo mejor es mantenerse alejado de los ídolos de uno, porque en seguida se deshacen. Por eso, conocer a Fabián Casas ha sido una alegría doble. Primero por el placer de leerlo, luego por la alegría de tratarlo y comprobar que es, incluso, mejor persona que autor.
Lo que no es poco, porque es un autor verdaderamente único. Yo comencé a leer a Casas casi de refilón, porque en no se qué antología leí alguna cosa suya que me gustó y en seguida intenté hacerme con sus libros. No deja de ser curioso que de los tres primeros libros que tuve de Casas, dos no estén estén ya en mi poder, sino que han pasado a ser propiedad de su editora española, a quien se los pasé cuando me preguntó a qué autor argentino podía editar para continuar con el sendero exitoso que abrió con la edición en España de Las teorías salvajes. Por suerte, cuando le escribí a Fabián para comentarle que le había pasado a la editora los libros e intentar concertar un encuentro entre ellos aprovechando su viaje a la feria de Frankfurt, él mismo se ofreció a enviarme los ejemplares de Los lemmings y Ocio que yo había regalado. Así los puedo releer con cierta frecuencia.
Para mí fue un shock leer la poesía de Fabián. Primero porque para mí, en aquel momento, muchos de los giros, de los modismos y demás argot que usaba hacían ininteligible para mí esos versos. Quizás fue eso lo primero que me llamó la atención de su obra, la constatación de que cuando somos más naturales, cuando escribimos desde el lenguaje de nuestro día a día somos más herméticos e incomprensibles. En realidad, este registro de la escritura es algo afectado, y Casas entendió eso desde el primer momento en que comenzó a escribir poesía: la expresión de los sentimientos no puede, nunca, pasar por el filtro de la retórica, de lo literario, que no hace sino enmascarar el verdadero latido del poema.
La lectura de los cuentos de los Lemmings fue, también, de una intensidad inusual. En esos relatos, que aunque independientes dibujan una suerte de tejido común que se asemeja, mucho, a una novela de la educación sentimental en la calle y el camino de la infancia a la madurez -algo que refuerzan los apéndices del libro, que no hacen sino hacer más evidentes los hilos que unen las narraciones- había mucho más que literatura. En cada página uno podía sentir el pálpito de la vida. Tras esos relatos uno podía intuir recuerdos, vivencias. Cuando he hablado con Fabián de ellos me ha hablado de que algunos le han llevado diez años de reescrituras, de dudas, de ir sacando de ellos todo lo que oliese a retórica. Por eso me interesan especialmente los relatos de Fabián Casas, porque, frente a la costumbre que de tan interiorizada no se es consciente del lector común de exigir verosimilitud o a la actual tendencia editorial y crítica de defender todo texto mediante su condición de documento verdadero, en sus narraciones se escribe desde la verdad. Todo es verosímil en la narración, sí, uno sabe que muchos de los hechos que sirven como anécdota argumental han sucedido, sí, pero va más allá. Y ese más allá es lo que a mí me interesa de su literatura.
Ocio es, en realidad, la construcción de una narración de más largo aliento, de una novela, usando los materiales que hasta ese momento habían aparecido de forma dispersa en sus poemas y cuentos. Y Los veteranos del pánico, escrito durante la estancia en la Universidad de Iowa con una beca, una especie de bitácora de la transformación de lo vivido en literatura. Por eso los dos libros de narrativa, visto siempre de una manera purista, de Casas, están indisolublemente unidos, soldados. Los unen remaches, se ve que comparten muchas piezas y por eso no hacen sino reforzarse el uno al otro. Y son, además, la plasmación casi milagrosa de las ideas que se desarrollan o van cobrando sentido en sus ensayos.
A día de hoy tan sólo se ha publicado un libro, los Ensayos bonsái, pero está a punto de aparecer los Breves apuntes de autoayuda, que es el segundo de los libros ensayísticos de Casas. Allí, además de textos donde puede dar rienda suelta a los que han sido sus referentes estéticos y que le han convertido en lo que hoy es, se encuentran reflexiones más que interesantes sobre su concepción de la escritura. Por un lado, uno aprecia desde el comienzo la profundidad y variedad de sus lecturas, de hecho Los lemmings se abre con una cita de Schopenhauer, pero Casas sabe que más allá de la relevancia de los argumentos de autoridad, lo importante es qué se hace con las referencias. Por eso los Ensayos bonsái se abren con una cita de Dave Duchovny donde habla de un concepto relacionado con el arte del tiro con arco: el hamartia. Dicha idea tiene que ver con el modo en que se falla. Para que nos entendamos, como siempre dice Casas, en el momento en que uno está cómodo, en que sabe lo que está haciendo y puede sacar adelante lo que tiene entre manos tirando de oficio, es el momento en que se debe abandonar el proceso creativo. La creación debe ser, y es algo que comparto, un territorio inseguro, movedizo, en el que uno se sienta al borde del ridículo, sentir vergüenza... Uno debe crear en la incertidumbre.
Quizás por todo eso no dudé ni un segundo en usar como cita unos versos que encontré cuando releía Oda mientras escribía mi novelita. Me gusta pensar que, del mismo modo en que Fabián piensa que la creación es una actividad colectiva en la que uno participa, yo podía sembrar en mi texto esa honestidad para que germinase en él. Robarle, aprovecharme de su creación para nutrir la mía. Todo eso más o menos se lo dije cuando, finalmente, nos conocimos en persona. Fue en el funeral de Fogwill. De hecho, para mí, es lo único bueno que trajo aquello, que por azares del destino coincidimos Fabián y yo en la cafetería de la Biblioteca Nacional, le hablé de mi admiración por su obra y le prometí enviarle esa novelita en la que había usado un injerto suyo con la esperanza de que creciera robusta y sana.
Lo que más me alegra de que lo estén editando en España es que ahora muchos podrán sentir la misma alegría que yo al leerlo. Sólo por eso, creo que se debe dar las gracias.

20 abril 2011

De un tiempo, de un país

Carlos Giménez, sentado,
junto a algunos de los compañeros de la época de Los profesionales:
Suso Peña, Adolfo Usero, Esteban Maroto, Víctor de la Fuente y Luis García.

Yo tuve mucha suerte de niño. Uno de mis amigos de la infancia era hijo de un dibujante de cómic: Rodrigo Hernández Cabos, autor de Octubre, 1934. Así que, desde muy niño, pude llevarme a casa los cómics que mi amigo Rodri tenía en su habitación, que habían sido de su padre, y, casi sin darme cuenta, fui conociendo verdaderas maravillas como la obra de Carlos Giménez. Con el paso de los años incluso le he conocido y tratado, poco la verdad, y llegué a hacerle una extensa entrevista para una revista de circulación gratuita que se debió quedar olvidada en el disco duro del ordenador que usaba entonces. Recuerdo, de ese trato que he tenido con Giménez, dos cosas. Por un lado su inagotable conversación. Carlos Giménez es capaz de monopolizar una cena con un hilo de anécdotas que va desgranando mientras se le queda la comida fría. Por otro su afán de fijar la verdad. Cuando me acerqué hasta su piso en la calle Atocha para hacer la entrevista me sorprendió sacando una grabadora que puso junto a la mía para asegurarse de que yo no escribía nada que él no hubiera dicho.
Si explico todo esto es porque, aunque pienso que las adaptaciones que hizo en álbumes como Hom o Koolau son obras maestras en lo tocante a narración visual, su verdadera aportación a la Historia del género se debe buscar en sus álbumes más o menos autobiográficos. He tenido discusiones enormes con dibujantes y guionistas que, por ejemplo, siguen enfervorizados a autores tan interesantes como Julie Doucet, Dupuy y Berberian o Dabid B., pero que reniegan del legado de Giménez, cuando la obra en conjunto y el enfoque de la misma, hace evidente que los ciclos Paracuellos, Barrio, Los profesionales, Sabor a menta o Historias de sexo y chapuza, incluso la veta de cómic social de España una, grande y libre o Cuentos del año 200o y pico son piezas de tanto o mayor calado y profundidad.
Carlos Giménez ha sabido convertir sus experiencias y las de los que lo rodearon, en tebeos de imborrable belleza, que supuran vida en cada viñeta y que, además, han sabido fijar un periodo de la Historia como muchos otros no han podido. Por eso la labor de recuperación que está llevando a cabo DeBols!llo para poner al alcance de todos los bolsillos su obra resulta doblemente encomiable. Comenzó hará un año con la edición de Todo Paracuellos, continuó con ese intrépido 36-39 Malos tiempos, y ahora se consolida con Todo Los profesionales. A la vuelta del verano, parece ser que llegará, también, Todo Barrio.
Si uno analiza con detenimiento la cronología de la aparición de Paracuellos, Barrio y Los profesionales, cuyas ediciones se intercalan con Hom o Koolau, se puede comprender que muchos de esos álbumes comenzaron a gestarse antes de la llegada de la transición. Si a eso le añadimos la labor de comentario crítico de los hechos de relevancia políticos y sociales que se publicaron en El Papus y forman España una, grande y libre, permite hacerse una idea clara de la relevancia de los años setenta en el desarrollo de la labor de Giménez. Porque los años setenta fueron, sin duda, quizás los de mayor intensidad política y mayor compromiso de nuestra historia reciente. Quizás los que celebran la Transición como un éxito lo hacen desde la perspectiva de haber logrado, finalmente, anestesiar el sentimiento político de la sociedad española, habiendo transformado a un grupo de ciudadanos en un nicho de consumidores.
Con todo, lo más llamativo de los álbumes biográficos de Giménez es que no han perdido crudeza ni contundencia con el paso del tiempo. Si uno lee Paracuellos se observa un progresivo tono más relajado, y es porque, como el propio autor confiesa cuando le preguntan, él no sabía cuánto tiempo podría dedicarle a cada proyecto, así que comenzó por lo más doloroso, lo que necesitaba purgar de modo más urgente. Todo lector percibe que hay más crueldad, más angustia en los dos primeros álbumes. Noventa planchas que, incluso, destacan por su diseño abigarrado. Hay muchas viñetas, son muy pequeñas, y aún así están dibujadas con un detalle y una fuerza sobrecogedoras. Hay tanto que contar en esos dos primeros álbumes que ni siquiera la importaban factores como el tamaño de la plancha, postergar el efecto al final de cada línea de viñetas o de la página. Hay tanto lastre, tanta basura que limpiar en los dos primeros álbumes de Paracuellos, que sólo importan los hechos, la narración, fijar una memoria que, precisamente por el dolor que acumula, debe ser recordada. La sobriedad del blanco y negro, su fuerza expresiva y la contención en la experimentación gráfica, hacen de estos dos álbumes una apuesta decidida por escoger un vehículo sobrio y directo, conocedor como era Giménez del escalofriante poder de las anécdotas que estaban detrás de sus historias.
Los otros cuatro álbumes, que se producen ya a partir del año 2003, mantienen el mismo universo y no olvidan el dolor de los niños que se vieron obligados a vivir en los centro del Auxilio Social de la Falange, pero sí permiten que entre el aire, que además de la crueldad de muchos de los responsables de dichos centros aparezcan historias de amistad e, incluso, de bondad.
En ese sentido, la reedición en un solo volumen de 36-39 Malos tiempos es, también, reveladora. Muchos podrían haber pensado que Giménez se había deslizado al costumbrismo, que había olvidado el rotundo compromiso ético y político que, por ejemplo, destacó de Vázquez Montalbán a la hora de ensalzarle. Pero la reedición en DeBols!llo ha servido para recordar lo que los seguidores teníamos muy presente: en ningún momento se permite Carlos Giménez bajar la guardia y jamás permite que haya una grieta por la que algún oportunista pueda cuestionar su obra. Giménez, y lo demuestra en los cuatro álbumes de este ciclo, prefiere ser señalado por cuestiones ideológicas -por aquellos que no comparten su ideario- pero jamás se le podrá cuestionar desde posiciones ética o morales. Ahí reside la verdadera fuerza de su obra.
Pero, sin duda, por razones posiblemente muy subjetivas -quizás por la angustia de Paracuellos, en la que uno no se puede quedar-, de siempre ha sido Los profesionales la obra que uno ha preferido de todas las suyas. Por un lado porque era la más humana, por así decirlo, de ellas. Ya en su momento cuando, como él mismo ha contado, se reunió con los que fueron sus compañeros en la agencia de Josep Toutain, Selecciones ilustradas, y comenzó el proyecto, sabía que le daba para varios álbumes. Y, también, porque es una serie en la que, de un modo extraño, se destila el amor que siente el autor por cada uno de los personajes que son, además, sus amigos y compañeros. Por ejemplo, cualquier que lea estos álbumes tendrá una total seguridad del amor y cariño que Giménez les tiene a Adolfo Usero o Josep María Beà, sin ir más lejos. En Los profesionales hay una muy inteligente crítica hacia la dictadura, hacia el sinsentido en que obligaba a vivir a los españoles de entonces, pero la manera en que eso se conjuga con la vida de cada uno de los dibujantes, con las bromas y novatadas que se gastan y sus deseos y miserias es fascinante. En Los profesionales, como en Paracuellos, hay, sí, denuncia, pero sobre todo hay vida. Y esta persiste, sobrevive, más allá de aquella. En Paracuellos no hay espacio para el humor, para la risa. Como mucho hay un hueco para la camaradería, el cariño o el amor. En cambio, es prácticamente imposible no romper a reír en muchas de las páginas de Los profesionales. Y no porque el tono sea más blando, sino porque hay otro modo de enfocar esas historias.


Además, y en ese sentido es determinante, en Los profesionales puede ser que esté el narrador gráfico más suelto e intenso de toda la obra de Giménez. O, dicho de otro modo, ya ha llegado el momento en que el narrador, Pablito, llega a su madurez, y su autor, Giménez, traslada esa madurez a su estilo. En Paracuellos la historia está por encima de todo, más allá de la destreza en la narración, en Barrio es el costumbrismo y esas mismas historias las que se imponen, pero en Los profesionales la diagramación, la distribución de la página, el modo en que se narra, debe ser ya el del profesional maduro que protagoniza o contempla las historias. Por eso en estos álbumes se aprecia el cuidado hasta el detalle en cada escenario, en las referencias constantes y los homenajes que se van deslizando y, sobre todo en la fuerza gráfica de las planchas. Aquí sí es determinante qué viñeta es la primera de la plancha y cuál es la última, cómo se engarzan las historias, que van pasando de las seis u ocho planchas a dieciséis con total soltura. El montaje de narración e imágenes se acompasa a la perfección. En cada uno de estos álbumes se ve a un narrador que va creciendo, que asume retos, que no tiene miedo a incorporar personajes o desecharlos siguiendo las necesidades de la historia. Hay una naturalidad y sabiduría en cada plancha que va enamorando al lector. Como en la vida, todo cuadra, todo va encajando del modo más natural y preciso.
Y en ese sentido es paradójico el álbum que cerró la serie original y que, junto con los dos álbumes más realizados ya en la primera década de este siglo y que completan las anécdotas de entonces, sirve también como cierre de este volumen: Rambla arriba, rambla abajo. Es un álbum concebido de modo completo, las setenta planchas que lo componen funcionan de modo unitario. En realidad, se trata de un sencillo paseo por las Ramblas, con todo su paisanaje, que aparece retratado siguiendo el ejemplo del París de La educación sentimental, con un continuo detenerse en el detalle y la representación de todos ellos como un fresco total, que permite hacerse una idea bastante clara de lo que fueron aquellos años en la ciudad condal. Llena de pasajes imborrables, como la discusión del matrimonio anciano, las explicaciones del abuelo al nieto sobre la crueldad de la lucha por la vida o la del viejo que se obliga a asumir su mendicidad, en ella el ya entrañable alter ego de Giménez, Pablo García, sirve tan sólo como hilo conductor para la narración que refleja un país que no cabe ya en los estrechos corsés que el régimen quiere imponerle. La vida sexual y sentimental, la política, todo se da la mano en un álbum que fue diseñado con una pericia asombrosa. Si uno se fija en su lectura podrá ver como las viñetas se van haciendo más grandes a medida que avanza la narración. Al inicio son más pequeñas, hay más viñetas por plancha y al final las viñetas ocupan toda la página con total libertad. En ese sentido hay que decir que es en el formato y en la necesidad de adaptar las planchas originales al formato de la edición, donde puede encontrarse el único punto débil de esta edición, y eso se hace más palpable en este último álbum. Con todo, reparando en las numeraciones de las planchas, uno puede hacerse una idea muy aproximada de lo que quiero decir: las viñetas van haciéndose más libres, más abiertas, como los deseos, anhelos y las realidades de un país que, asfixiado ya, tan sólo quiere libertad. La identificación final entre las palomas y los pasquines no hacen sino intensificar esa lectura.
Los profesionales es mucho más que una curiosidad biográfica o un documento histórico, es sobre todo uno de los momentos culminantes del cómic. Y tenerlo en un sólo volumen y a ese precio un lujo para todo el que tenga la fortuna de poder disfrutarlo por primera vez.

18 abril 2011

Cambiar para que todo siga igual

Lo he contado más de una vez, y lo he dejado por escrito, pero lo primero que a mí me impactó de Daniel Alarcón no fue tanto su escritura como su persona. O, mejor dicho, su actitud. Cuando lo conocí, durante uno de esos festivales en los que con la excusa de la literatura unos gestores culturales astutos ganan un dinero y facilitan encuentros, me llamó mucho la atención que Alarcón era el único al que vi leyendo. Entre tertulia y tertulia casi todos pasábamos el tiempo comiendo, bebiendo y bromeando, pero él, en uno de los sofás del hotel donde se alojaba, leía enfrascado un ejemplar de The Heart of Darkness. Además, las dos veces que le tocó intervenir en alguno de los actos del festival, lo hizo siempre con una sobriedad y acierto más que relevantes. Así que, lo primero que hice apenas volví a casa fue leerle totalmente seducido y embobado. Me gustó su novela Radio Ciudad Perdida, pero la encontré quizás algo hinchada y un poco confusa, pero lo verdaderamente fascinante fue el libro de relatos Guerra a la luz de las velas. En esos relatos latía la energía y contundencia narrativa de algunos de los grandes autores del boom, pienso sobre todo en Vargas Llosa y García Márquez, pero pasado por el interesantísimo tamiz de la literatura norteamericana más reciente. No en vano, Alarcón se ha criado en los Estados Unidos y escribe en inglés. Además, cuenta con la ventaja de un traductor como Jorge Cornejo, atento y cuidadoso siempre como pueda comprobar cualquiera que lea sus libros, y la ayuda del propio padre de Alarcón, que sí se ha criado en Perú y maneja el español con más soltura que su hijo. Aunque, hay que señalarlo, todas las veces que hablé con él, siempre en español, no tuve la sensación de que tuviera ninguna dificultad para expresarse perfectamente usando la lengua de su familia.
Pero, más allá de todos estos detalles medio sociológicos medio de amarillismo, lo más importante era lo vívido de cada una de las historias que formaban ese libro de cuentos. Guerra a la luz de las velas es, hay que decirlo una vez más por si alguien lo ha olvidado o no ha querido entenderlo, uno de los mejores libros de cuentos que se han publicado en español en los últimos años. Y esto no deja de ser paradójico porque es un libro escrito y concebido en inglés. O sea, que es un libro plenamente latinoamericano en su mirada y en sus historias pero que se ha escrito en una lengua y bajo los criterios de una tradición distinta. Eso lo convierte, sin duda en algo mucho más fascinante de lo que podemos pensar a primera vista. Y además sitúa a su autor como uno de los más interesantes, y singulares, referentes de dos tradiciones literarias. No es casual, me temo, que haya sido incluido tanto en la selección de Bogotá'39 como en la de los veinte mejores autores menores de cuarenta años en lengua inglesa de la revista New Yorker. Alarcón es un símbolo del presente porque es un autor de una solidez poco frecuente, pero, además, permite vislumbrar el mundo que viene.
Por eso, cuando tuve constancia de la edición de El rey siempre está por encima del pueblo en la edición peruana de Seix-Barral me puse automáticamente alerta. Cuando supe que la edición mexicana corría a cargo de la audaz Sexto Piso comencé a sentir una ansiedad importante. Y, cuando Alfaguara lo publicó en España corría a solicitar un ejemplar al instante. Lo leí ese mismo fin de semana y decidí dejar en barbecho esa lectura antes de dejar por escrito mi experiencia.
Por un lado porque hay una serie de elementos a tener en cuenta. El primero es que se trata de un libro que no se ha editado en edición estadounidense. Reúne una serie de relatos que han ido apareciendo en varias revistas y que se han traducido y compilado de cara a los mercados hispanohablantes. Eso va más allá de lo anecdótico. Por ejemplo, algunos de esos relatos, como El juzgado, cuya escritura está muy condicionada, aparecen junto a otros textos que, posiblemente eran mucho más ambiciosos. Pongo este ejemplo porque me parece doblemente significativo. Ya hablé de ese relato, y se pudo leer aquí mismo, cuando comenté el simpático Napkin project de la revista Esquire, consistente en enviar una servilleta con el logo de la revista a 250 autores para que escribieran un relato en ella. Obviamente, el texto debe ser muy corto, y es obvio también que no es, desde luego, un tamaño que beneficie a la detallista y progresiva narrativa de Alarcón. Pero supongo que la idea del libro es reunir ese conjunto de textos, sin detenerse en detalles como la calidad o la pertinencia de hacerlo.


Pero he dejado que pase el tiempo y, aprovechando la calma que reina en estas fechas, he aprovechado para releer el volumen de relatos. Me ha permitido convencerme de que se trata, evidentemente, de un libro muy desigual, que reúne textos de circunstancias poco relevantes con cuentos de grandísimo nivel e intensidad. Por ejemplo, "El puente", que es una narración especialmente afortunada. Pero, sin duda, la más seductora, que está situada como cierre del libro -y hay que hacer una lectura muy interesante de que aparezca como final de esta recopilación y el mensaje latente de que los senderos de la narrativa de Alarcón estén siguiendo nuevos senderos y obliga una vez más a esperar con muchas ganas un nuevo libro- es la más rupturista, "Los sueños inútiles". Se trata de la más extraña, de la más innovadora pero, al mismo tiempo, la que deja un poso más perdurable tras su lectura. Esa narración extraña y descoyuntada, a medio camino entre el tono ensayístico y las narraciones distópicas y las de anticipación es una experiencia única. Hay algo en ese relato que habla de un Alarcón que se sabe, o al menos no se contenta, con ser un escritor de tramas rotundas, de personajes cincelados, de un minimalismo narrativo enriquecido por la exuberancia de la herencia barroca de la literatura latinoamericana, no, hay un escritor que quiere provocar sensaciones, que concibe la página como un espacio y la narración como un trayecto que atraviesa el lector, independientemente de que haya un argumento más o menos reconocible detrás.
A mí, como lector, me interesa ese nuevo Alarcón tanto como el que ya conocía, y justifica mi fanatismo y las ganas de seguir leyendo más textos salidos de su mano. Ansiosamente.

Daniel Alarcón El rey siempre está por encima del pueblo
Seix-Barral, Lima, 2009; Sexto Piso, México, 2009; Alfaguara, Madrid, 2010
Traducción de Jorge Cornejo

17 abril 2011

Inmersión en lo más íntimo de nosotros

El auge actual de la crónica periodística y de la narrativa de no-ficción ha logrado revitalizar la figura de Talese, que llevaba demasiado tiempo desaparecido de los estantes de las librerías. No siempre fue así, de hecho, este amplísimo reportaje y Honrarás a tu padre, se tradujeron apenas se editaron en su versión original y han sido durante mucho tiempo textos fundamentales para entender cómo se realiza una labor de investigación periodística. Pero ya el año pasado se editó una recopilación fantástica de los perfiles, algunos un tanto heterogéneos como el de NYC, y narraciones de encuentros, o desencuentros como en el mítico reportaje Frank Sinatra está resfriado, por parte de Alfaguara que recordó a los que lo habían olvidado la figura de Talese.
La mujer de tu prójimo es un libro que se presta, quizás en demasía, al engaño. Muchos pensarían tras informarse del tema del libro que se trata de una acumulación de narraciones de sexo más o menos explícito y que, incluso, llega a reflejar la propia vida sexual de su autor. Y nada más lejano a esa realidad. De lo que trata La mujer de tu prójimo (Thy Neighbor's Wife) es de la obsesión que por el sexo y la promiscuidad siente el americano medio. Por eso trata de esos mismo ciudadanos de a pie que han pasado a formar parte de la Historia por su relación con la vivencia libre y desprejuiciada de su vida sexual. Editores, pornógrafos y censores, moralistas y swingers (practicantes del intercambio de parejas), van desfilando por este libro, documentadísimo, que le llevó casi una década de trabajo a su autor.
La prosa, exacta, concienzuda, permite armar un extenso informe de las penalidades que han tenido que sufrir personas anónimas que, en realidad, no pretendían nada más que vivir con la libertad a la que se presuponía que tenían derecho. Las quinientas páginas de apretada tipografía y estrecha caja (quizás, debido a la extensión del libro habría sido conveniente, aunque supusiera un aumento de costes de edición, haber respetado el diseño del resto de los libros de la estupenda y fundamental colección La ficción real, ya que mantener el diseño original hace mucho más agotadora la lectura del libro) son una constante apelación a intervenir, a tomar conciencia de la devastadora acción de las mentes retrógradas en la sociedad. Pero, también, es una desoladora constatación de que la mayoría de los que han ido más allá de la moral de la sociedad bien pensante terminan o bien marginados y doliéndose del modo en que la sociedad se ha cebado con ellos o bien renunciando a su vida más o menos excéntrica para adecuarse a los códigos establecidos de la sociedad.
Esto se ve, sobre todo, en la particular experiencia de las comunas de amor libre, donde terminan generándose las mismas relaciones de poder y los celos que en la sociedad de la que huyen, o el modo en que, tras unos años de experiencias libertarias, muchos de sus practicantes terminan convertido en burgueses acomodados que no hacen sino prolongar esos modos de vida que pretendían combatir o, al menos, cuestionar.
Con todo, pese a que la escritura de Talese es única, ahí está el texto que abría la recopilación Retratos y encuentros sobre NYC para demostrarlo, una obra maestra de la tensión estilística que sostiene un texto cargado de sentido, lo más interesante de La mujer de tu prójimo, como en el reportaje sobre la familia Bonnano Honrarás a tu padre -cuya reedición esperemos que no se demore mucho, ya que debería aparecer, también, en Debate, creo, ya que se editó en su momento en Grijalbo-, es la relación que establece con sus fuentes. Talese no los entrevista, sino que se convierte en parte de sus vidas y ellos en parte de la vida de él. Los apéndices donde se nos dice qué ha sido de sus vidas tras la publicación original del libro, que sirven como muestra palpable del contacto que se ha mantenido a través del tiempo, son interesantísimos. Nos hablan de alguien que conoce los mecanismos de la verdad, de la realidad. No basta con conocer los hechos, con documentarse, hay que entender, conocer a los protagonistas, hay que saber incluso las consecuencias de introducir sus vivencias en un texto que leerán muchos desconocidos. Por eso, Talese puede usar sus nombres verdaderos, por eso ellos siguen en pleno contacto con él a través de los años. Lo más relevante del trabajo de Talese es su dimensión ética, su compromiso, sí, con el periodismo, con el estilo y con la verdad, pero también con las personas. Algo que, cuando uno lee otros reportajes, otras crónicas, brilla por su ausencia.
Es ahí donde hay que ensalzar a su autor, es por ese motivo por el que hay que insistir una y otra vez en su lectura, y es esa la principal enseñanza que destila. Todas y cada una de las historias, desde la vida de Hugh Hefner hasta las particulares peripecias de las comunidades de inspiración fourierista del siglo XIX, pasando por las comunas de amor libre, e incluso los problemas maritales a los que alude el autor en el último capítulo del libro, son, desde luego, interesantes y dibujan la hipocresía moral de la sociedad y los poderes políticos y judiciales de los Estados Unidos, pero, más allá, queda la insobornable posición del autor. Es eso lo que aquilata el libro y lo convierte en mucho más que un referente del nuevo periodismo o de la crónica, que lo sitúa como un libro imprescindible en una época de moral laxa y ética mudable como la que vivimos.

Gay Talese La mujer de tu prójimo Debate, Barcelona, 2011.
Traducción de Marcelo Covián

15 abril 2011

Malas noticias para los buenos lectores

Me acabo de enterar que ha muerto Miguel Martínez-Lage y me ha entrado una angustia terrible. Porque Miguel, con el que uno conversó largo y tendido apenas tres o cuatro veces, era una de esas personas insustituibles dentro de un ecosistema literario eficiente, o sea: para que esto no sea un desastre. Era uno de esos traductores capaz de encarnar en su trabajo lo mejor y lo peor de la profesión: la devoción absoluta hacia los textos que reverenciaba y que traducía como nadie y las faenas hechas de mala gana por cuestiones meramente alimenticias. La diferencia de Miguel con el resto de los profesionales de ese medio es que no le dolían prendas a la hora de reconocer ese tipo de cuestiones. Él lo veía como un mal menor de una profesión muchas veces ingrata y que, en realidad, valoran tan sólo los que se han enfrentado a la complicada labor de ceder la voz de uno para transmitir las ideas de otro.
A mí este blog me ha dado muchos problemas, pero me alegro de haberlo comenzado y alimentado por las alegrías que, también, han venido con él. Una de ellas fue un post donde, de pasada, se mencionaba una aguda crítica que Miguel Martínez-Lage publicó en una revista virtual de la que él era uno de los responsables, La casa de los Malfenti, había hecho sobre la más que cuestionable traducción de las Memorias de ultratumba de Chateaubriand que se editó en Acantilado. Yo allí daba a entender que era ese el origen del encargo que el editor de dicha editorial, Vallcorba, le había hecho a Miguel de su monumental traducción, que le valió el Premio Nacional de Traducción en 2008, de La vida de Samuel Johnson. Pues bien, a raíz de dicho post se puso Martínez-Lage en contacto conmigo para explicarme el verdadero origen de dicha traducción que no era el que yo, fungiendo de intrépido y astuto comentarista editorial, había sospechado y, error mío, difundido.
Miguel me explicó que esa traducción era un encargo de una editorial que, finalmente, no puedo editarlo. Él le había dedicado tres años a la traducción y se había encariñado con ella, entre otras cosas porque él era consciente de que el resultado estaba siendo especialmente bueno. Así que, con la traducción concluida, fue llamando de puerta en puerta a varios editores en busca de que alguien la sacara a la luz. Hay que decir en favor de Vallcorba que él dijo sí y que ahí está, en una de esas ediciones medio suicidas de libros enormes que tan buen resultado le dan. Hay que decir, por otro lado, que en los mails de promoción del libro apenas se indicaba el nombre del autor y que, como el propio Miguel me dijo, jamás nadie le invitó a la presentación del libro ni nada parecido.
A raíz de esa conversación se fraguó una amistad intermitente, ocasional, porque creo que en eso Miguel y yo éramos más o menos parecidos y cuando nos veíamos nos dudábamos en charlar con un cigarro y una copa de por medio, pero tampoco teníamos la costumbre de andar llamando o escribiendo para ver qué tal podía andar el otro. Yo siempre bromeaba con él diciéndole que, quizás, era el autor al que más veces he leído, porque no tengo calculados de modo preciso todos los libros que han pasado por mis manos con la traducción firmada por él. Cada una de las veces que nos vimos recuerdo haber pasado un rato estupendo. La foto que ilustra este pequeño homenaje se la hice en Teruel, en el acto de entrega de los premios nacionales, al que me invitaron los amigos de Contexto. Él me vio cámara en mano y luego me pidió un par de tomas con su familia, que lo acompañaba allí.
La última vez que nos vimos fue, creo, en el acto de entrega del premio Alfaguara a Rivera Letelier. Nos fuimos al bar que está junto al edificio de Santillana y estuvimos un rato bromeando. Yo el dije que me había encantado su traducción de ¡Absalom, Absalom! y que siempre le preguntaba a Santiago Tobón, el editor de Sexto Piso, por esa locura que era la Biblioteca Gaddis.
Y, bueno, hace media hora que me he enterado de que, con sólo cincuenta años, se ha muerto. Todavía no me lo creo, la verdad. No quiero creérmelo, de hecho. Me he sentido obligado, eso sí, a escribir todo esto. Por el respeto que le tenía y porque me parece que hemos perdido algo importante.

08 abril 2011

NYC

Qué tiene Nueva York que a todos nos fascina. Muchos, sin haber puesto jamás un pie en ella, sentimos que la conocemos íntimamente, y sospechamos que muchas de las esquinas de la ciudad deben parecerse mucho a las imágenes de ellas que hemos formado gracias a las fotografías, películas y novelas que hemos hecho nuestras. Nueva York vive dentro de cada uno de nosotros, más allá de que estemos sometidos a la presión cultural que se ejerce desde el país que la alberga. Algo así le sucedió a Pier Paolo Pasolini en los dos viajes que hizo a la Gran Manzana. Y con ese aire de turista entusiasta lo retrata David Sánchez, usando como modelo las fotografías del propio Pasolini que incluye el libro. En ellas se aprecia al visitante risueño, contento con lo que ve, que posa divertido por sentirse una pieza más de la ciudad en la que estaba inmerso antes incluso de haber puesto un pie allí. Un viajero alegre y desprejuiciado que no tiene empacho en comprar una pegatina para su maleta en la que dejar claro cuál ha sido la ciudad en la que ha estado de vista. Ese hallazgo de Sánchez en la cubierta nos habla del entusiasmo de Pasolini ante la capital de occidente. El mismo entusiasmo que dejó claro en la entrevista que le hizo la Fallaci cuando la adjetivó como "arrebatadora". Una pasión por la ciudad casi juvenil en los dos viajes que hizo a ella.
El primero, en 1966, de apenas diez días, le sirvió para tomar contacto con una ciudad que lo fascinó. El segundo sirvió como marco para una extensa entrevista que sirve como tronco de este libro. En ella se hace evidente que el creador italiano vio reflejados en NYC todas las tensiones que habían surgido en el planeta tras el final de la Segunda Guerra Mundial y que cristalizaron en la convulsa década de los sesenta de la sociedad norteamericana.
Pasolini contempló los anhelos de los idealistas jóvenes estadounidenses como un fiel reflejo de la actitud del primer cristianismo que tanto admiró y que intentó volcar en esa extraña cinta que es el Evangelio según San Mateo donde un ateo como él se permite diseccionar la figura humana del hijo de Dios. Esas contradicciones, que constituyen, sin duda, lo más seductor y rotundo de la obra de Pasolini afloran también en la transcripción de las palabras habladas en la entrevista y en su intenso texto sobre los conflictos que se viven en una sociedad en expansión y llena de vectores como la neoyorkina.
Pasolini trabajó en las calles y murió en las calles. Su trabajo estuvo siempre relacionado con lo que sucedía en el día a día, y su principal contribución al arte del siglo pasado fue demostrar que en cada uno de esos ambientes que la intelectualidad había aprendido a ignorar, a veces incluso despreciar, latía una luz más pura y candente que en cualquier biblioteca. En un mundo volcado a lo abstracto y los conceptos, supo acariciar la carne y demostrar que lo que no puede ser tocado carece de verdadero interés. Él demostró que la libertad es sólo válida cuando puede ser vivida y disfrutada. En estos tiempos que corren, donde la libertad es un documento con mero valor institucional pero que no tiene un valor comercial reconocido, por lo que no puede ser usado, hay que rescatar su visión del mundo.
Su visión de la ciudad que es el crisol de nuestra época y que, por eso, parece atraernos siempre a través de los años. Pocos libros se leen con la intensidad de este. Una delicia.
Pier Paolo Pasolini Nueva York Errata Naturae, Madrid, 2011
Traducción de Paula Caballero

19 marzo 2011

Espacios compartidos para el conocimiento


Los debates sobre leyes más o menos oportunistas pueden desviar la atención sobre la revolución que ha supuesto Internet para la creación artística. En todos los aspectos, pero sobre todo en su difusión. Dudo de que un libro como Mutaciones del cine contemporáneo hubiera podido existir antes de la explosión de la red. Y eso que, pese a que se edite ahora la traducción al español, la mayoría de los textos que lo componen están escritos en los primeros años del boom de la era Google. Pero la red ha redibujado el mapamundi de la creación contemporánea y, sobre todo, ha eliminado muchas de las barreras que restringían la circulación de películas de cinematografías exóticas para el espectador occidental. Con la mayoría de las salas gestionadas por las mismas distribuidoras que participan en la gestión de los grandes estudios, y teniendo que competir por tanto muchas cintas en el estrechísimo margen de las salas de arte y ensayo, tan sólo los que pueden desplazarse a los festivales tienen el acceso a una visión aproximada del cine que se está haciendo hoy en todo el mundo. De ahí la importancia de soportes como el dvd y el vídeo y, más todavía, de Internet. Muchas de las películas que hoy consumen los cinéfilos de nuevo cuño han sido colgadas en la web y subtituladas por aficionados que no obtienen más beneficio por ello que la satisfacción de contribuir a la expansión del saber. Son ellos, realmente, los que funcionan como garantes de la difusión de unas obras que, por no ser rentables en su distribución en salas o edición comercial, jamás podrían ser visionadas. Películas que se ven en la pantalla del televisor doméstico o en el mismo ordenador y que son el síntoma último de la mutación que vive el entorno cinematográfico. Un ministerio de Cultura consciente de su labor sabría que está más en deuda con esos internautas anónimos que con las grandes multinacionales del cine.
Más allá de toda polémica, en todo caso, el lector puede encontrar un saco de tesoros en este libro: el agudo prólogo de Portabella, el acercamiento a filmografías poco transitadas como la africana, la exaltación de algunos de los directores que pese a haberse convertido en una referencia fundamental para los cinéfilos y creadores del cine de hoy siguen siendo casi desconocidos para el gran público pese a su incuestionable calidad como Abbas Kiarostami, Tsai Ming-liang o Hou Hsiao-hsien, así como la revisión de la obra y recuperación de figuras que la nueva crítica ensalza como Cassavetes o Masumura, reflexiones en torno a la centralidad del cine, y por extensión la cultura, occidental aunque siga siendo quien decide la explotación comercial del cine en casi todo el planeta…
Con todo, lo más relevante es el medio. Los textos del volumen son fruto de conversaciones, ya sea escritas mediante envíos de cartas que van pasando de unas manos a otras para ser respondidas, comentadas, rebatidas y glosadas o bien encuentros físicos registrados en grabaciones que son luego transcritas. También muchos de ellos son el fruto de trabajos conjuntos. La autoría individual queda, por tanto, desdibujada de modo palpable. Es más, el libro parte de una primera correspondencia entre varios críticos y se cierra con otra que propone quien fuera tan sólo lector de la primera serie de intercambios epistolares. Textos escritos en varios idiomas que sirven, sobre todo, para hacer más patente el modo en que se genera hoy el pensamiento y la cultura: de modo común y abierto, horizontal y, en la mayoría de las ocasiones, no lucrativo. Ese modo de relacionarse condiciona, del mismo modo, un panorama distinto de la creación donde, por un lado, desaparecen ciertas jerarquías y al mismo tiempo se tambalean las escalas antes incuestionables que imponían las élites académicas. En ese sentido, además, este volumen enlaza con la serie de libros colectivos que han hecho de Errata Naturae una editorial paradigmática para entender cómo tienen lugar esos cambios en los modelos de difusión del pensamiento.
Giner de los Ríos, decía aquello de que “todo lo sabemos entre todos”, y precisamente si para algo ha llegado Internet es para tornar real esa idea, hacerla realidad, porque los conocimientos en la red o son compartidos o no son, ya que no encuentran eco. Otra cosa son las cuestiones de autoría y demás, aunque, todos sabemos que el saber que no se transmite es saber muerto, estancado e improductivo. Quizás este libro y el método de trabajo con el que ha cobrado forma sea la mejor enseñanza para muchos de los que ahora tanto hablan y tienen tan pocas ideas, compartidas o no.
Jonathan Rosenbaum/ Adrian Martin Mutaciones del cine contemporáneo Errata Naturae, Madrid, 2011
Este artículo se publicó en el ABC Cultural nº 989, del día 20 de marzo de 2011

03 marzo 2011

Jim Dodge sobre Thomas Pynchon y apéndice Medina Valcárcel

Cosas que tiene la vida, anda uno preparando un encargo con todo el placer del mundo y en la documentación se ha encontrado esta perla en la que Jim Dodge habla sobre su relación con Thomas Pynchon en una entrevista que le hizo Kiko Amat para el fanzine que codirige, La escuela moderna, donde aquel que esté interesado puede descargar el PDF completo. A buen entendedor...:
Por si a alguien le interesa, TP vivió en Trinidad, unas 12 millas al norte de Arcata/Eureka, en la época en que yo trabajaba en la librería local. El día que firmó el contrato de alquiler de su nuevo piso, su casera –a la que yo conocía- vino a la tienda y me preguntó si teníamos algo de un tal Pynchon, porque un tío que decía llamarse así y que afirmaba ser escritor había empezado a alquilar su piso.
Por supuesto, todo lo que había escrito estaba disponible, y yo le hablé largo y tendido de sus credenciales. Pero, aunque me hubiese encantado conocerle y tomar algo con él (yo no había empezado aún a escribir narrativa, pero por aquel entonces ya estaba pensando seriamente en ello y suponía que él podría darme algunos buenos consejos) decidí finalmente dejarle con su vida. Digo esto como evidencia de que no es el paranoico reclusivo que lleva disfraces y cambia de identidad semanalmente que dicen por ahí; mucha gente en la comunidad (algunos de ellos patrones de barcos de pesca, y carpinteros y lampistas y gente de clase obrera) le conocía bien, cenaba con él, iban a bares juntos y salían por ahí con él. Por todo lo que he oido, es buenacompañía, nada afectado, y escucha mucho más que habla. Así que en lugar de un snob frágil y reclusivo, quizás Pynchon sea lo que era para sus vecinos y adláteres de Trinidad: un tipo humilde y tímido que sabe que sería distorsionado por la maquinaria de la fama americana y que prefiere concentrarse en su obra en lugar de contestar preguntas inanes de la peña cultureta o de graduados que han leido demasiada teoría literaria francesa y no suficientes matemáticas o ciencia. La primera regla del escribir es escribir, y puesto que él basa gran parte de su trabajo en hechos históricos y es un investigador meticuloso, no le sobra tiempo para ir a hacer el numerito en el Today Show (aunque, eso sí, he oído que salió en The Simpsons). En Estados Unidos no puedes permitir que se te convierta en una comodidad pública, porque serías consumido. Así que personalmente le aplaudo por eludir lo que sería obviamente celebridad y adulación. Creo que da un gran ejemplo para los artistas jóvenes: la celebridad, como la lujuria, es “un gasto de espíritu y un desperdicio de vergüenza”. Quedáos en casa y trabajad.
Lo que me ha recordado las declaraciones que recogía El País sobre la concesión de un premio a Isidoro Medina Valcárcel que, tras agradecer el premio -de bien nacido es ser agradecido-, declaró:
Este reconocimiento quiere decir que lo hecho está reconocido y asimilado, eso quiere decir que ya no vale. A partir de ahora mi propósito será demostrar que no me merecía el premio.
Con tanta gente más preocupada por salir en las fotos que en trabajar, es una alegría leer este tipo de cosas.

29 enero 2011

Notas al pie de la Historia


“Hasta la fecha no he leído una crítica que me haga decir: Este señor entendió realmente lo que dije. Nunca me ha pasado. Y no porque esté tratando de decir cosas complicadísimas, sino porque mis libros no se leen con atención, en parte porque se supone que son chistosos.”
Estas declaraciones las hizo Ibargüengoitia en 1978, cinco años antes de su muerte. Así de rotundo se mostraba al hablar de la recepción que había tenido su obra hasta el momento. Nunca le gustó que despacharan su obra como la de un humorista y eso se debe, sobre todo, a que en realidad él fue un estricto realista que no podía, o no quería, eliminar los tonos más graciosos de la realidad cuando la retrataba. Ibargüengoitia incluía esas facetas de la realidad que pueden resultar simpáticas, pero que no hacen sino enfatizar más lo dramático de su esencia. Su visión del mundo era satírica, él mismo lo reconocía, y su intención era retratar el egoísmo y la miseria del comportamiento humano aunque al final sea el azar la causa final de los éxitos o fracasos de esos seres patéticos. Como en el caso de Evelyn Waugh, con quien tantas veces ha sido comparado, sus novelas, sus crónicas, su dramaturgia, son muy divertidas, pero no se han escrito con la más leve intención humorística.
Una concepción trágica de la vida cuyo cierre perfecto, casi parece escrito por él mismo, fue el accidente de avión en el que falleció. Era un vuelo de Avianca que realizaba el trayecto entre Frankfurt y Bogotá con escalas en París y el aeropuerto de Barajas. Cuando planeaba ya para dirigirse a la pista de aterrizaje, a tan sólo ocho kilómetros de la misma, una explosión y el posterior incendio causaron un descenso acusado en la altitud del vuelo y el avión chocó contra unas lomas situadas a las afueras del Mejorada del Campo. El avión volcó y ardió en una hondonada. El piloto no llegó a realizar una llamada de emergencia. Murieron 181 personas, no hubo supervivientes. Entre ellos, además de Ibargüengoitia, los escritores Ángel Rama, Marta Traba y Manuel Scorza. Los cuatro se dirigían a un congreso literario. Era la noche del 27 de noviembre de 1983. Diez años después se reabrió la causa ante la posibilidad de que una imprudencia de los controladores de vuelvo fuera la causa del accidente.
No hay voluntad de recrearse en el accidente, sino rescatar unos hechos que quizás al propio Ibargüengoitia le habrían servido para un ciclo novelístico por lo que tienen de singular unión de tragedia y azar, tal y como hizo a la hora de escoger los temas de sus novelas. De hecho son dos los acontecimientos históricos en torno a los que se mueve toda su narrativa. Uno es el magnicidio del presidente Obregón durante un banquete en su honor. “Es fascinante que llegue un tipo, se meta al banquete y haga caricaturas toda la comida (porque hubo sopa y luego cabrito y frijoles y trompeta) y a la hora de los frijoles le dé siete balazos a Presidente. Eso puede ser maravilloso”. De ahí surgieron Los relámpagos de agosto y Maten al león –que se concibió como guión cinematográfico y terminó siendo otra novela-, además de la obra teatral El atentado.
La otra noticia que lo obsesionó fue la de las Poquianchis, unas hermanas que fueron matando a las trabajadoras del prostíbulo que regentaban, en Guanajuato. De esa noticia de sucesos surgieron Las muertas, quizás su novela más intensa, Dos crímenes y Estas ruinas que ves. Todas comparten escenario, Cuévano, un lugar ficticio pero que está lleno de marcas que lo relacionan con lugares reales, y esa mirada satírica sobre las motivaciones de los actos humanos.
Estas ruinas que ves retrata la hipocresía y la banalidad de la vida provinciana. Narrada por un personaje que carece de historia, del que nada sabemos y que cuenta todo tal y como sucede, en un presente perpetuo, parece a primera vista la más amable de las tres novelas porque gira en torno a las intrigas de una universidad menor y las aventuras románticas de los profesores. Pero en realidad es la primera piedra de la dura crítica a la sociedad que le rodeaba que vertebró en estas tres novelas. Allí aparece ya la historia de las hermanas Baladro –nombre que reciben las Poquianchis dentro de la narrativa de Ibargüengoitia- y se explicita la voluntad de reconstruir la historia de su crimen sobre las actas del juicio mal utilizadas por el instructor del caso. Esa novela cuya escritura se anuncia es Las muertas, y no sería aventurado afirmar que la redacción de parte de ambas fue, muy posiblemente, simultánea. Dos crímenes cierra el retrato de esta sociedad enferma, en este caso el escenario es la familia y las intrigas que desencadena una herencia. Con esta novela, Chabrol habría podido rodar otra de sus obras maestras.
Más que humorístico, Ibargüengoitia era fotográfico. Si sus narraciones parecen caricaturas es porque no somos capaces de asumir nuestra realidad caricaturesca.

Artículo publicado en el ABC Cultural Número 982, del 29 de enero de 2011
La imagen es una intervención de Félix González Torres

18 enero 2011

Narrativa y publicidad



De vez en cuando retorna el debate sobre la publicidad y la narrativa. Es mucho más habitual en las películas que en la narrativa, pero conviene no olvidar que está también en las páginas que leemos. El vídeo que acompaña este post ha sido modificado para convertirse en un anuncio, pero las imágenes que han montado son las de la película.
Unas imágenes que respetan, escrupulosamente, la narración de Cormac McCarthy, como puede verse en el fragmento del libro al que corresponde la escena:
A las afueras de la ciudad llegaron a un supermercado. Varios coches viejos en un aparcamiento sembrado de desperdicios. Dejaron allí el carrito y recorrieron los sucios pasillos. En la sección de alimentación encontraron en el fondo de los cajones unas cuantas judías verdes y lo que parecían haber sido albaricoques, convertidos desde hacía tiempo en arrugadas efigies de sí mismos. El chico le seguía. Salieron por la puerta de atrás de la tienda. En el callejón unos cuantos carritos, todos muy oxidados. Volvieron a pasar por la tienda buscando otro carrito pero no había ninguno más. Junto a la puerta había dos máquinas de refrescos que alguien había volcado y abierto con una palanca. Monedas esparcidas por la ceniza del suelo. Se sentó y paseó la mano por las tripas de las máquinas y en la segunda palpó un cilindro frío de metal. Retiró lentamente la mano y vio que era una Coca-Cola.
¿Qué es, papá?
Una chuchería. Para ti.
¿Qué es?
Ven. Siéntate.
Aflojó las correas de la mochila del chico y dejó la mochila en el suelo detrás de él y metió la uña del pulgar bajo el gancho de aluminio en la parte superior de la lata y la abrió. Acercó la nariz al discreto burbujeo que salía de la lata y luego se la pasó al chico. Toma, dijo.
El chico cogió la lata. Tiene burbujas, dijo.
Bebe.
El chico miró a su padre y luego inclinó la lata para beber. Se quedó allí sentado pensando en ello. Está muy rico, dijo.
Así es.
Toma un poco, papá.
Quiero que te la bebas tú.
Solo un poco.
Cogió la lata y dio un sorbo y se la devolvió. Bebe tú, dijo.
Quedémonos aquí sentados un rato.
Es porque nunca más volveré a beber otra, ¿verdad?
Nunca más es mucho tiempo.
Vale, dijo el chico.
Cuando leo estas líneas no dejo de pensar en el enorme impacto mediático que tuvo esta novela gracias a ser escogida dentro del club de lectura del show televisivo de Oprah Winfrey. Y la posterior entrevista que concedió, para sorpresa de casi todo el mundo, el esquivo McCarthy.
Y sospecho, creo, infiero, que quizás estas líneas tuvieron mucho que ver en el apoyo publicitario que recibió el libro. Y medito, también, sobre en qué medida esas líneas son un reflejo de una sociedad volcada al consumo y cuyos mecanismos de promoción se han filtrado a todos los aspectos de la vida social o si había una sombra de ironía en ellas. Entonces pienso en que McCarthy tiene muchos méritos, pero el de la ironía no ha sido nunca uno de ellos.

24 diciembre 2010

Pensamientos de noches buenas


Copio un fragmento de unos comentarios al ejercicio de un alumno. Es lo que he estado escribiendo/pensando esta mañana:
Al mismo tiempo, te invito a reflexionar de nuevo sobre algunos puntos de los dos textos. Por ejemplo: el poder no quiere que la gente lea libros. Mentira. El poder disfruta plenamente con los libros que la gente lee. Te recuerdo que se trata de libros como El código Da Vinci, La sombra del viento, Los pilares de la tierra, etc. Libros que, jamás, han mostrado un atisbo de pensamiento crítico, de cuestionamiento del sistema. Al contrario, desplazan la idea del poder representativo a la de una serie de elegidos, sociedades secretas, etc. que, en realidad, manejan el mundo. O sea, tal y como es en realidad. No hay otro modo de encarar la situación, no hay, ni siquiera, denuncia, puesto que nunca, jamás, se atreven a poner nombres en sus denuncias. Sin argumentos ad hominem no hay escándalo pero, también, se descarta la lucha.
Lo que el poder teme es una sociedad pensante. Y eso no se aprende tan sólo leyendo libros, se aprende leyéndolos bien. Y ahí está la verdadera fractura. Yo he conocido muy poca gente que lea bien. Conozco muchos que leen, pero muy pocos que lean bien, y así nos luce el pelo. Y, ojo, el que lee bien no tiene el por qué tener una cultura libresca. Puede ser cinematográfica, por ejemplo. No se trata, a fin de cuentas, de leer –el marchamo de la cultura, el prestigio que reporta un libro sudado bajo el sobaco en los paseos de bar en café, de terraza en restaurante, tan hispánicos-, sino de pensar en lo leído, lo visto, lo vivido. Y pensar requiere todavía más sosiego y tiempo que la lectura. No mitifiquemos la lectura. La lectura no hace a la gente mejor por sistema. No animemos a leer, animemos a pensar.
Buenas fiestas, no lean, piensen.
La foto es de Thomas Doyle.

14 diciembre 2010

Las presentaciones


Desde que hace unos meses en mi círculo de amistades se supo que iban a editar un libro de mi autoría no dejo de escuchar a cándidos que me preguntan cuándo será la presentación. Cuando les digo que no tengo la más leve intención de organizar una presentación preguntan, desilusionados, el porqué. Porque no me apetece, suelo contestar.
Quizás está uno ya un poco harto de tanto evento social que tiene como excusa la publicación de un libro. Los alumnos que uno tiene fuera de Madrid envidian la agitada agenda cultural de la capital, y, realmente, sorprende porque uno, cada vez más a menudo, prefiere quedarse en casa, cómodo y calentito. Sobre todo porque no sabe uno qué elegir.
Sirva como ejemplo la agenda que mañana, miércoles 15 de diciembre, se ofrece al aficionado al libro que esté en Madrid:
-Impedimenta aprovecha la visita de Jiri Kratochvil a España para presentar en La Buena Vida el libro En mitad de la noche un canto.
-La Uña Rota presenta los poemas de Bernhard en Tipos Infames. Sin el autor, claro, pero con el traductor.
-Eduardo Berti presenta su nuevo libro de relatos en Tres rosas amarillas. Lo publica Páginas de Espuma.
Eso así, lo que recuerdo a bote pronto, me dejo presentaciones, seguro...
Y Cornelia Funke habla en Madrid, Zagajewski también, hay un homenaje a Lezama Lima...
Hay tantas cosas que hacer, todas relacionadas con libros... Y uno tiene la sospecha de que es mejor quedarse en casa en el sofá, leyendo, que ir a cualquier cosa de estas.
Otra cosa, claro está, es lo de ver a los amigos, por eso siempre termina uno acercándose a alguna de las presentaciones o coordinando a los que acuden a varias para verse luego en un bar. Así nos va.

08 diciembre 2010

Dejar la gaseosa sin cerrar


Cuando, hace unos años, La Cúpula publicó en España Como un guante de seda forjado en hierro, la existencia de un historietista como Daniel Clowes supuso un revulsivo enorme para el medio. En sus viñetas latía el verdadero horror y uno no podía, aunque en realidad fuera lo único que deseara, apartar los ojos de las páginas de ese cómic. En realidad se trataba de la unificación en un solo volumen de los primeros números de Eightball, una revista que se vio obligado a crear el propio Clowes para dar a conocer sus obsesiones transformadas en viñetas. Ahora, pasados los años, resulta cuanto menos intrigante saber qué ha pasado por la vida de Clowes para que se haya desbravado tanto su genio en el mediocre Wilson que se acaba de dar a conocer en castellano.
Lo primero que llama la atención de este último trabajo es que, se supone, es el primero que ha sido concebido como álbum. No es la recopilación de diversas entregas de su revista. Y si llama la atención es porque, donde estábamos acostumbrados a una sorprendente unidad, que hacía más indispensables las recopilaciones que las entregas periódicas para entender cabalmente la narrativa de Clowes. Pero, primera sorpresa, siendo como es un álbum concebido de manera global, es el más fragmentario de todos sus trabajos. Cada plancha es independiente y, aunque es a través de todas que se puede seguir la particular trayectoria de Wilson a la búsqueda de un amor de juventud y una hija cuya existencia era desconocida para él, cada una está montada como si se tratase de la plancha dominical de una tira de prensa. Se podría pensar que Clowes ha jugado a subvertir la idea primigenia del álbum y, donde todos habrían esperado una historia que usara la total libertad que ofrece el álbum, él ha preferido el doble reto de contar la historia de modo fragmentado, tratando cada plancha de modo singular.
Y aquí llega la segunda sorpresa. Si algo había caracterizado el estilo de Clowes era sus dibujos angustiosos y alucinados -que lo acercan al otro gran raro del cómic reciente yanqui: Charles Burns-, pero en Wilson, prefiere rebajar un poco ese estilo expresionista y hacerlo sencillamente grotesco y, en algunas planchas, caricaturesco, acercándolo mucho al cartoon de tira cómica más clásico. Podría haber funcionado en el caso de que se hubiera encargado de adecuar la elección de cada cambio de registro estético a una temática determinada. O sea, haber mostrado un estilo aparentemente más ingenuo para tratar unas cosas y el más realista para otras. Pero no, a medida que avanza la lectura del álbum uno se va convenciendo de que haber realizado la plancha de un modo u otro obedece más al azar que a ninguna otra razón, lo que echa a perder la idea de que hubiera una reflexión sosegada sobre el por qué de la elección entre las diversas posibilidades que baraja Clowes.

Resumiendo, que donde el lector acostumbrado a las inquietantes historias de Clowes, que penetraban en los temores más ocultos de la esencia humana, o que trataban de modo sutil pero siempre atinado las más desconcertantes brechas de las relaciones sociales, se encuentra en Wilson con la más ligera y descentrada de las narraciones de su autor. La más superficial y efímera de ellas, lo que convierte este álbum en el más prescindible de su autor y, por extensión, en la peor puerta de entrada a su obra. Esperemos que se trate tan sólo de un bache. Un bache en una trayectoria, no hay que olvidarlo nunca, excepcional, y que no queda empañada por este trabajo.
Daniel Clowes, Wilson, Mondadori, Barcelona, 2010 ISBN: 978-84-397-2359-2

21 noviembre 2010

Los hilos de la vida

UNO. Pocas veces puede uno llevarse la alegría de ver cómo ha ido creciendo un texto. Algunos pasajes, ideas, de este libro, pasaron por mis manos en calidad de obra en marcha, en pleno proceso de producción dentro de la dinámica de trabajo de los talleres virtuales de la AUPEX. Quizás por eso resulta doblemente placentero poder leer los cuentos que forman este libro y saber que han llegado a buen puerto.

DOS. No son habituales libros como La mesa puesta en el panorama del cuento escritos en España. Sobre todo porque, todavía hoy, la inmensa mayoría de dichos libros de cuentos terminan siendo en mayor o menor medida una recopilación de textos que se han concebido individualmente y que, sólo por su unidad estilística o por algún tipo de pirueta conceptual, terminan ofreciéndose al lector con un aspecto unitario. Libros como este siguen, para sorpresa de cualquier lector avezado, siendo objetos extraños en los que, desde la primera hasta la última línea uno comprende que son, ante todo, libros, y que la decisión de construirlos como una serie de cuentos responde más a objetivos estéticos que meramente genéricos. Abacá podría, perfectamente, haber trazado una novela en ocho tiempos con cada una de las historias que, finalmente, hablan del proceso de maduración y, en cierto, modo de la herencia y en qué medida nos convertimos en quienes somos sin darnos muy bien cuenta de ello.

TRES. Un lector atento verá que, casi todos los cuentos, comparten una mirada, posiblemente un mismo protagonista. Y que tan sólo en un par de casos hay un desdoblamiento ficcional, que podría, con poco esfuerzo, haberse desplazado de tal modo que esa novela hipotética se hubiese formado. Así que toca hacerse la pregunta del por qué relatos y no una novela, que parece la salida que lectores, crítica y mercado reclaman. Y más en un caso, como este que, ya se ha mencionado, no entra dentro de esa tendencia del cuento español ha formar libros a base de dos o a lo sumo tres hits y otros cuentos de relleno. Pues sin duda se debe a que Abacá tiene una lúcida mirada sobre el relato. Sobre qué merece convertirse en un cuento y qué es apenas relleno.
En mis clases acostumbro a poner siempre el mismo ejemplo para diferenciar un relato, algo importante para quién narra o ha vivido los hechos narrados, y una anécdota. Una anécdota la podemos contar en voz alta, sin mayor preocupación, en reuniones sociales, porque no nos toca. Puede ser más o menos divertida, paradójica, entretenida o indignante. Es algo que, en todo caso, nos cae lejos, no pasa nada porque todo el mundo, más o menos conocido, sepa que lo hemos vivido. En cambio, un relato está poniendo sobre la mesa algo que nos incomoda, que no nos gusta que se vea expuesto de ese modo. Por eso, los relatos, cuando los contamos en nuestra vida, lo hacemos en voz baja, a seres muy queridos y, normalmente, de uno en uno. Porque sabemos que estamos desnudándonos, lo que contamos nos deja muy expuestos, nos da vergüenza, porque es algo que nos ha marcado. Las cicatrices no se van exhibiendo por ahí. Y también por eso cuando alguien con problemas mentales, o alterado, nos confiesa realidades muy íntimas cuando apenas le conocemos nos sentimos manchados, incómodos, violentos. Pensamos que eso se lo debería contar a alguien cercano, alguien que pueda ayudarle y no nosotros, que, como mucho, pensamos que está loco y poco más.
Cada uno de los ocho relatos de La mesa puesta es una de esas historias que contamos en voz baja. Y eso, además, se hace patente en la misma puesta en escena de las narraciones, que siempre escogen conversaciones privadas en momentos cotidianos. El desayuno, un traslado de o hacia una estación, el retorno de una noche de juerga, etc. Momentos en los que uno está con seres queridos y en los que se genera ese espacio de la confesión, de la necesaria intimidad que exige la verdad para brotar.

CUATRO. Atraviesa este libro la vida y la literatura. Sólo por eso merece la pena leerlo. Porque no es un vulgar libro de cuentos a los que nos han acostumbrado enhebrando unas cuentas de collar en un hilo, sino que está trenzado de literatura y experiencia, y por eso es casi imposible desgajar unos cuentos que se apoyan los unos en los otros para lograr algo más que una colección de relatos. El mundo del cuento español está muy necesitado de libros como este, libros que son literatura y no cuento.
Manuel Abacá La mesa puesta Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2010
ISBN: 978-84-9852-258-7

15 noviembre 2010

Tontos somos todos aunque nos creamos muy listos


Hoy se ha producido en Madrid la "mayor liberación de libros de la historia". Todos deberíamos estar dando saltos de alegría porque, por una vez, algo relacionado con libros se convierte en un fenómeno en las calles de la capital española. Pero, curiosamente, el día elegido ha sido un sombrío domingo de noviembre en el que durante casi todo el día ha estado lloviznando. No ha tenido el clima el detalle de permitir que luciera un sol otoñal de los que, muchas veces, nos regala Madrid en esta época. Pero, quizás, ha sido porque el tiempo, muy sabio, se ha dado cuenta de que toda esta martingala de la liberación de libros no merecía esfuerzo alguno.
Yo debo ser muy antiguo y retrógrado, porque a mi la idea del "bookcrossing" me parece una solemne estupidez. No entiendo el concepto de que un libro esté retenido o enclaustrado a la espera de que alguien lo libere. Los libros, como sabe cualquiera que haya usado uno -algo que muchos no han hecho nunca, de ahí que no sea tan absurdo el referirlo-, se liberan en la mente del lector cuando éste transita por ellos. Dejar un libro en la calle no es, desde luego, liberarlo. Es dejarlo en la calle. Porque, conviene no olvidarlo, desde hace muchos años hay unos lugares destinados a albergar libros y que pueden ser usados de modo gratuito por el ciudadano que desee leerlos. Se llaman bibliotecas. Son un muy buen invento que, como sucede casi siempre con esta modernidad idiota que nos rodea, algunos se empeñan en destrozar. Por ejemplo, con las mediatecas, o con la idea de que hay que atraer al "público lector" -uno de esos sintagmas cargados de sentidos místicos- realizando actividades lúdicas y festivas que les haga perder el respeto a los usuarios potenciales de dichos espacios. Y, lo mejor de todo, es que cada vez hay más bibliotecarios contentísimos con que las bibliotecas se llenen de gente que va a conectarse a internet, a llevarse prestados cd y dvd, de madres y padres que convierten durante los meses de invierno la biblioteca infantil en el parque infantil con calefacción, y las salas de lectura se transforman en receptáculo de manadas de estudiantes durante los meses que preceden a los exámenes y desiertos e ignotos espacios el resto del año. Las bibliotecas, por fortuna, eran lugares donde había poca gente, donde se estaba callado, donde iba el que quería y encontraba allí los servicios atentos y eficientes de sus trabajadores. Que, se conoce, deben ser los carceleros de los libros.
Porque la idea del bookcrossing es llevar los libros a donde no suelen estar. O sea, abrir espacios para que los libros se dejen ver por gente que no tiene ningún interés en ellos. Porque ir hasta una biblioteca es, se conoce, un arduo esfuerzo. O, más cómico aún, debe haber detrás de todo esto algún humorista que piensa que, por encontrarse en la calle el libro, el que no lo lee cargará con él hasta casa y se convertirá en un agradecido lector. Yo, lo siento, seré muy pesimista, pero no lo veo. A mí todo esto me parece, por un lado, la tontería nueva con la que algún listo saca dinero a una institución o una empresa. En este caso, por lo que he leído, una marca de cerveza. Cerveza, sin, por supuesto, porque se conoce que el alcohol y los libros no pueden ir de la mano a juicio de estos brillantes filántropos. Uno cree que todos esos libros, treinta mil, podrían haber ido a parar a los estantes de las bibliotecas públicas, de donde pueden ser liberados por todo usuario que lo desee. Pero no, la "liberación de un libro" pasa porque alguien se lo lleve a casa y se lo quede. Como los muebles viejos, como los animales perdidos, como las monedas encontradas. Debo ser el único que entiende esto del bookcrossing como un sucedáneo estúpido de la posesión. Ay, me lo encuentro y, si me gusta, me lo quedo, y si no, lo pongo de nuevo en cualquier lugar para que alguien se lo lleve. Así me ahorro tirarlo al contenedor de papel.
No creo que esta generosa "liberación de libros" tenga que ver con la realidad mercantil de la edición española. Miles de libros devueltos, cientos de títulos que pasan sin pena ni gloria por las librerías sin que, en muchos casos, se llegue a abrir la caja que los contiene porque hay exceso de novedades o porque no se vende apenas como para realizar toda la rotación mercantil a la que se han acostumbrado editores, distribuidores y libreros. En España se hacen muchos libros, muchísimos, pese que no somos una de las potencias lectoras del mundo, sí lo somos en el sector editorial. Y esos libros, ahora, no se venden. Así que hay que "liberarlos" para que el consumidor se lo lleve a casa gratis.
No queda otra que darse una vuelta con un libro, sentarse en una terraza, pedir un gintonic bien cargado y esperar para contemplar la nueva tontería de cualquier piernas que nunca lee libros para acercar el libro a los ciudadanos. Tiempo al tiempo.
La fotografía es de Paul Skinner

25 octubre 2010

Cada despedida, de Mariana Dimópulos. Presentación en Madrid


La editorial Adriana Hidalgo y la librería Juan Rulfo
se complacen en invitarle a la presentación del libro
Cada despedida,
de
Mariana Dimópulos.
Además de la autora,
contará con la presencia del escritor y traductor Mariano García
y del crítico Antonio Jiménez Morato.

El acto tendrá lugar en la
Librería Juan Rulfo (Fernando el Católico, 86),
el próximo jueves 28 de octubre a las 19 horas.

Ella se siente viejísima con sólo veintitrés años, se va porque no puede o no quiere quedarse, peregrina de Madrid a Málaga, de Heilbronn a Heidelberg, siempre con el “síndrome de la valija”, se establece en un sitio como Berlín que es la perfecta metáfora de la “idea del otro lado”, sobrevive por momentos alimentada “como los pájaros, con el alpiste de la compasión” y vuelve diez años más tarde a la Argentina para enamorarse de un hombre y cavilar: “Me había ido para irme, simplemente”. Pero ya nada es lo mismo, desde luego. El padre ha muerto. Los recuerdos le pesan como un sombrero de piedra que no se puede sacar. Entre medio, hubo de todo: una loca que propina una cachetada, sabotajes en Ikea, mil y un oficios, Alexander, Julia y Kolya. Y ahora, cuando echa o parece echar raíces en la granja Del Monje, en el sur del mundo, entre frutillas y arvejas, entre Marco y Madame Cupin, una muerte, la policía, las sospechas…

"Cada despedida es uno de esos libros en que lo breve se hace intenso. Una novela donde la prosa cuidada, de amplio y justo vocabulario, convive con una forma que esquiva la linealidad y siembra cierta indistinción entre memoria voluntaria e involuntaria. Una remembranza-puzzle cuya protagonista comienza afirmando que odia la interioridad (“la interioridad y esas otras baratijas de las dudas y los sentimientos”), pero también nos advierte su tendencia a la mentira. Que la narradora haya estudiado química tiene bastante sentido: estas páginas son una sólida aleación de escalas, reflexiones y adioses."
Eduardo Berti

Mariana Dimópulos nació en Buenos Aires en 1973. Es licenciada en Letras de la Universidad de Buenos Aires y traductora del alemán y el inglés. Vivió en Alemania entre 1999 y 2005. Publicó la novela "Anís" (Entropía, 2008).

19 octubre 2010

Tontos somos todos

Vivimos en tiempos verdaderamente idiotas. No ya porque hay una corte de opinadores profesionales que se dedican a ir de tertulia en tertulia, sea en radio o televisión, desde la mañana a la noche sin tener la menor idea de lo que hablan. Precisamente los que aparecen en este video son un ejemplo evidente de ello, porque lo mismo cuestionan la gestión de la balsa química de Hungria que del mejor aliño para las aceitunas del aperitivo. Lo mejor de todo es que son el reflejo de una verdadera masa "bienpensante" que se cree progresista y es totalmente incapaz de entender el arte y, lo que es más importante, y en el mismo vídeo se ve, carecen de la capacidad de escuchar e ir más allá de los prejuicios que les mueven pero, como se creen progres, porque de jóvenes lo fueron, ellos tienen la razón. Repito: no es ni siquiera necesario ver la película para ponerse de lado de los programadores del festival de Sitges y de los mismos creadores del film, porque, dejemos las cosas claras, toda la argumentación, verdaderamente idiota de García Campoy & cia, pasa por una serie de errores fundamentales. Todos estos brillantes críticos no se dan cuenta de una serie de aspectos que cualquier persona con dos dedos de frente tiene en cuenta:
1-Es una película ficcional. No es real, cosa que se conoce que esta gente no sabe distinguir. "Se persigue a quien cuelga en la red este tipo de imágenes". No, se persigue a quien viola y agrede a niños, mujeres y hombres y tiene la desfachatez de colgar sus grabaciones, reales, en la web. Son matices que estos "opinadores de urgencia" no tienen tiempo de no ya meditar, sino pensar.
2-Decir que una cosa "no se debe exhibir en un festival" es censura, y pasa por imponer una ética y una moral al resto de la población. Y, arrogarse una mirada progresista cuando uno defiende la censura refleja lo idiota que alguien puede llegar a ser. Usted ya no es progresista, amigo, posiblemente nunca lo fue y en su juventud lo que quería era ver tetas y culos, así que, con el destape, para usted fue suficiente.
3-Lo más importante: está prohibida para menores de edad, los padres pueden estar tranquilos, y uno la ve o no la ve, libremente. Por desgracia, es algo que estos tipejos del vídeo querrían evitar.
Por cierto, lo mejor de todo es ver a García Campoy diciendo que ella, en el momento en que se estrenó Saló de Passolini se puso del lado del director italiano, sin comprender que ella, ahora, pasados los años, es la misma carca que en su momento dice haber combatido. Señora García Campoy, al menos, asúmalo, usted es una carca reaccionaria, mírese al espejo, mujer. Lamentable.

07 octubre 2010

Epistolario y redacción de documentos


Ayer, como regalo maravilloso, me hicieron el regalo de poner en mi conocimiento la existencia de un libro único y maravilloso, de cuando la gente necesitaba modelos para redactar su correspondencia. De hecho todo comenzó recordando la labor maravillosa que algunos de los personajes de Vargas Llosa cumplen con otros, al redactarles cartas. Algo que también aparece en alguna novela de Ribeyro. El Epistolario y redacción de documentos de Antonio de Armenteras.
Ahí van dos muestras de cartas de ruptura:
Hoy, 19 de septiembre de 1958
Clotilde:
No quiero que pase un día más sin comunicarte la resolución que desde hace días tengo decidida y que no creo que cuando la sepas te cause extrañeza.
En nuestras últimas salidas me veías preocupado y con pocas ganas de hablar. Yo te mentía al explicarte la causa de mi actitud. Pretextaba dolores de cabeza, cansancio; pero la verdad te la ocultaba. Los siete años que llevamos de relaciones y el no vislumbrar todavía la posibilidad de ganar lo suficiente, no sólo para mantener un hogar, sino para poder instalarnos, fueron los que llevaron a mi alma el desánimo.
Resulta más amargo aún para mí el hacerte esta confesión: me considero vencido y sin que tu ayuda espiritual me sirva de estímulo para segir luchando. Yo solo, es fácil que me defienda. Los dos juntos, es seguro que seríamos unos desgraciados.
Te devuelvo tu libertad y te deseo de corazón que encuentres quien te haga todo lo feliz que te mereces.
Ni que decir tiene que tanto las cartas que te escribí, como los pequeños regalos que te hice, son tuyos. Por lo tanto, haz con ellos lo que quieras; pero no me devuelvas.
Sólo me queda pedirte perdón, y de todo corazón te lo pido.
Alfredo.

Y esta es otra:
Ramón:
Anoche te estuve esperando hasta las diez en la puerta del Banco de España. Habíamos quedado en encontrarnos a las siete. Llorando me vine para casa, con la esperanza de que me llamarías por teléfono para justificarme el no haber acudido a la cita. ¡Ni eso!
Comprendo que he sido una tonta al creer en tus promesas de arrepentimiento y que nunca más me harías hacer papel tan desairado. Ya son nueve días los que llevamos sin vernos, a pesar de que por teléfono me citaste diariamente dándome la seguridad de que no faltarías.
Mi paciencia y mi dignidad me impiden ya seguirme prestando a ser nuevamente objeto de tus burlas y desconsideraciones. Y como, por otra parte, estas no pueden ser más que fruto de tu falta de amor, te escribo estas líneas para comunicarte que doy por terminadas definitivamente nuestras relaciones. Si eso es lo que con tu conducta buscabas, ya lo has logrado; ahora, que pudiste haber empleado otro procedimiento más caballeroso.
Elisa
Hoy, 3 de noviembre de 1958

No dejo de pensar en la ingenuidad que destilan. La fe casi cándida en la palabra que hoy hemos perdido y casi olvidado. Unos días en que teníamos tanta fe en la palabra, que no dudábamos en buscar modelos para decir lo que buscábamos.