08 agosto 2006

Ediciones superfluas

Una de las más interesantes muestras de la extraña y retorcida visión que del fenómeno cultural tienen las editoriales, especialmente las grandes editoriales –y digo especialmente con la certeza de que muchas de las independientes se diferencian de las grandes tan sólo en la cuota de mercado que manejan, ya que muchos de los gestos y ediciones que hacen estos pequeños editores se limitan a revelar unas prácticas similares a las de la grandes pero en menor escala, de lo que se deduce que son igual de ineptos pero, para su desgracia, manejan menos dinero- se ha hecho presente gracias a la biblioteca John Cheever.
Que un gran grupo como Planeta mostrara este sorprendente interés relacionado con un autor que, fundamentalmente, ha logrado su acceso al canon –esa innovadora definición bloomiana del Parnaso- a través de sus relatos –sus novelas y su diario no tendrían la valoración que tienen de no ser por ese volumen mastodóntico, en calidad y cantidad, que fue la recopilación de la mayoría de sus historias en el año setenta y ocho, por el que ganó el Pulitzer- no dejaba de ser sospechoso. Pero, quizá, en la gran casa de la edición han comenzado a tener algo más en cuenta que el balance de cuentas, quién sabe si el prestigio de tener esos libros editados. Además revela una insistencia notable de Rodrigo Fresán –el autor de los epílogos- y una complicidad por parte de García Ortega –director de la sección literaria de Planeta- evidente para llevar adelante el proyecto. La idea que uno alabó en público y privado está empezando ya a mostrarse como un verdadero despropósito.
La biblioteca en sí tenía una concepción impecable. El objetivo era editar toda la obra de Cheever en volúmenes de cuidado diseño y lustrosa edición –tapa dura, nuevas portadas-, acompañados de un epílogo –otra novedosa y acertada decisión- de Rodrigo Fresán sobre cada título. Y, para abrir boca, la colecció se inicio con dos obras inencontrables en librerías de nuevo o viejo, las dos últimas novelas de Cheever: Esto parece el paraíso y Falconer. El recibimiento crítico y de ventas fue acorde, supongo, con la audacia del proyecto, y pronto apareció el plato fuerte de la colección, los dos volúmenes de relatos que recogían buena parte del ya mencionado premio Pulitzer The stories of John Cheever. De todos modos ya aquí apareció el primer detalle sospechoso de la colección. Lejos de ser nuevas traducciones o al menos ediciones revisadas, estos dos volúmenes no pasaban de ser una actualización, un lavado de cara meramente físico de los dos volúmenes que editase Bruguera en los años ochenta: El nadador y La edad de oro.
Y el siguiente paso ha sido ya, un flagrante despropósito. Uno de los tres libros que editó Valerie Miles con el remozado diseño de Enric Jardí, una verdadera preciosidad, en Emecé –los otros fueron los diarios de Chandler y la novela de Jhumpa Lahiri- fue el volumen que recoge los Diarios de John Cheever. Pues bien, cuando este libro todavía podía encontrarse en un montón de librerías lo han reeditado para la colección, eso sí, unos seis euros más caro.
Pero lo verdaderamente idiota ha sido la recuperación de la antología de relatos que realizase Rodrigo Fresán en el año 98 para la Emecé argentina y que Planeta editó en la sección española en el año 2002. Por encima de la vigencia del libro en las tiendas –tampoco era difícil de encontrar- lo verdaderamente increíble de todo este despropósito es que los relatos seleccionados por Fresán están incluidos en los dos volúmenes de relatos que se han publicado seis meses antes. Eso sí, el lector encontrará pequeñas diferencias en las traducciones, ya que mientras las de los volúmenes de Bruguera las hicieron en la España de la transición, estas se han hecho en la Argentina del precorralito. Por supuesto, cinco o seis euros más por la tapa -¿cara?- dura.
Uno sospecha que están al caer los volúmenes de las novelas de los Wapshot, que hace cinco añitos editaron en Emecé España como un solo volumen –eso sí, ahora serán dos y costarán un pico, que es lo que la gente de Lara quiere- y, por supuesto, se pueden encontrar también en cualquier librería bien abastecida.
Hay un montón de relatos inéditos –que sería lo verdaderamente jugoso- que no se recogieron en el libro del setenta y ocho, entre ellos el inaugural Expelled, y al menos un par de novelas menores pero que, en una colección con intención canónica, no pueden faltar.
Y uno sospecha que en esto, como sucede siempre en Planeta, no tienen nada que ver ni García Ortega, ni el que esté encargado de Emecé, ni el propio Fresán, sino esa gente extraña del departamento de marketing de la planta superior. Todavía recuerdo que cada vez que me tocaba ir a verlos –bueno, verlas, todas eran chicas- en el breve periodo que trabajé en Planeta siempre salía con la sensación de que el único libro que han leído en su vida es el de contabilidad.