06 agosto 2006

El cuento del fin de semana (18)

Una de las primeras entradas de este blog tuvo como tema la aparición del libro de relatos de Víctor García Antón. Después de un año deseando tener a su hijo entre las manos, el amigo Víctor pudo saborear lo más amargo y lo más dulce de la relación del escritor con su entorno. Cuando hablo de lo más amargo me refiero a las dificultades que tiene un libro para llegar al público, y más aún cuando, como es el caso, está editado por una Caja de Ahorros -y no por una editorial, que, como es de esperar, no anda muy fina con el tema de la distribución-, de la parte dulce ha podido saborear la presentación que se hizo en el auditorio de la Biblioteca Regional Joaquín Leguina. Un auditorio lleno -no a rebosar pero lleno, había pocas butacas libres- en el que la mayoría de los asistentes había leído ya el libro -editado un mes antes y distribuido a fuerza de paseos de Víctor por la ciudad de librería en librería- y que participaron con alegría en el debate es un verdadero lujo. Como para más INRI era yo el que estaba en la mesa presentándolo, sostenido por seis cafés y dos coca-colas porque la noche anterior la había pasado en vela por un problema de fusibles domésticos, llegué a pensar que esa escena paradisíaca estaba inducida por mi agotamiento. Pero no fue así. Allí estaban todos. Y con el libro leído de cabo a rabo.
Como tal vez alguno quiera leerlo y de momento está difícil localizarlo en las librerías por las que no ha pasado Víctor, os dejo el enlace de la página de la Obra Social de CajaEspaña donde se puede comprar el libro por seis euritos -para el territorio español no hay gastos de envío- y que te lo manden a casa. A mí me parece una oferta que no se puede rechazar. Como diría mi abuela: es dinero bien gastado.
Y, como es muy feo vender las cosas sólo por amistad, ahí va una pequeña muestra de las delicias del libro.

El amor es sólo tiempo

La mujer disfrazada de novia y el hombre desnudo vagan a la deriva en medio del océano. Junto a ellos, en el centro del bote, una vaca lustrosa les mira con ojos vigilantes mientras rumia. El mar está en calma. Nada se mueve. Sólo el chapoteo espaciado del madero que el hombre hunde cada poco en el agua a modo de remo; y la vaca, que rumia.
De cuando en cuando, la mujer vuelve la cabeza hacia el hombre desnudo, nota su esfuerzo en el cuello tenso, en los brazos fuertes, y siente que ya lo ama. Luego mira hacia el otro lado para ver si avanzan, y ve el océano, todo el océano.
–Vamos a follar, cariño–dice el hombre mientras rema.
–No, que nos ve la vaca.
A la mujer disfrazada de novia y al hombre desnudo les iba a casar el capitán del barco. Lo tenían todo listo. Las invitaciones, el baile, la noche de bodas en la suite nupcial. Por eso no les importa que el barco se haya hundido con la orquesta y los invitados, ni que les hayan dejado con la vaca, rumiando en medio del océano. Porque los dos se quieren mucho, son almas gemelas, y porque cuando uno es joven, siente en las espitas del corazón como que las cosas buenas están todas por venir.
–Anda, vamos a follar–insiste el hombre mientras rema.
–Que no, que nos mira la vaca.
La mujer que lleva la bolsita de las arras atada a la muñeca, no se enamoró hasta muy tarde de su novio. Por eso ha estado ocho años despidiendo al hombre desnudo en las escaleras pálidas de su portal. Porque el amor es sólo tiempo, y no se gana nada con perder la cabeza. Ocho años en los que la mujer ha ido puliendo sus sueños como un geranio bien podado, y ya tienen el amor a punto. Ya les toca.
La mujer disfrazada de novia y el hombre desnudo vagan a la deriva en medio del océano. Solo se tienen el uno al otro, y la mirada de la vaca, tan ancha como un paisaje. Pero la mujer con el vestido blanco no está preocupada, no tiene prisa. Porque ve a su hombre tan centrado, tan cerca al otro lado del bote, que se le van los ratos mirando el océano, observando los borreguillos que de tanto en tanto aparecen sobre las olas, y las formas caprichosas de las nubes, tan absurdas.
–Pues mato a la vaca y nos la comemos de una sentada.
La mujer con el ramo de flores en el regazo, sabe que no es posible matar a la vaca. Volcarían el bote, se ahogarían. Por eso la mira como rumia en el centro del bote, y le acaricia los cuernos, y piensa que pronto llegarán a tierra firme, donde un cura les casará, y harán el amor por las mañanas, y tendrán muchos hijos, y los criarán sanos y felices, como han hecho todos los padres desde que el mundo es mundo.
–Pues si no follamos, yo no remo.
Y la mujer con las alianzas bajo el escote, hace como que se enfada, y luego le mira con ternura, y le dice que han de seguir, que ya les falta poco. Pero el hombre desnudo le ha dado la espalda a su mujer y a la vaca, ha dejado el madero, se ha cruzado de brazos.
–Que reme la vaca, yo no remo.
La mujer disfrazada de novia no entiende estas prisas de ahora. ¿No les queda una vida? ¿No lo tenían ya hablado? Ella sabe que las cosas difíciles tardan en soñarse, por eso mira a lo lejos, donde las olas se cosen con las nubes, y casi le parece ver una montaña, quizás una isla con playas de arena fina, y canoas de bienvenida, y mujeres con faldas de colores y sonrisas fáciles. Pronto tocarán tierra, es sólo tiempo, y la gente les ofrecerá dátiles y cuencos con agua fresca. Enseguida el hombre aprenderá un oficio, se harán un lugar en la aldea. Y con el dinero obtenido construirán juntos una casa amplia de madera, con un porche de árboles frondosos, y sillones de teca para las tardes lentas. En el dormitorio principal, subiendo las escaleras, se harán instalar una cama grande, con cuatro patas fuertes y robustas, para hacer el amor por las mañanas. Y tendrán un tocador con un espejo de luces y mil estuches. Y un lavabo de loza, y un ventilador de aspas bien grandes en el techo, y muchas flores. Cerca de la casa, junto al establo donde engordarán la vaca, las cabras y los faisanes, pasará el murmullo de un río. Allí construirán el molino para el pan, con una poza poco profunda donde la mujer se bañará con las hijas, y jugarán juntas a los secretos. Y el hombre desnudo las verá reírse desde el sillón de teca del porche, y se acordará entonces de los buenos ratos pasados en el bote, los dos solos a la deriva en medio del océano, acompañados por las formas caprichosas de las nubes, por los borreguillos cabalgando sobre las olas, y por la vaca sentada en el centro, que todavía les mira.
Y el hombre que no tiene tiempo para los borreguillos, coge el madero, lo hunde de nuevo en el agua a modo de remo, lo hunde con fuerza, con determinación, y parece que avanzan.
–Hará calor por las mañanas, ¿Te acostarás desnuda?
Víctor García Antón