12 agosto 2006

El cuento del fin de semana (19)

Con Juan Jacinto Muñoz Rengel me unen intereses comunes: la narrativa fantástica, los cuentos, las mujeres y las charlas con un copazo de por medio. A Juan Jacinto le conocí en la presentación de un libro y desde el primer momento noté una amistad en sus inicios. A lo mejor fue su "acento chileno" que pone a alguna gente tonta, o la sinceridad que revela a la primera frase, pero desde luego Muñoz Rengel es un autor con las ideas muy claras, que se cree poco lo de los géneros mayores o menores y se limita a hacer lo único que puede exigírsele a un narrador: contar historias y contarlas magníficamente.
Yo a Juan Jacinto le tengo un poco de envidia porque vive de lo que escribe mientras que uno vive de lo que otros escriben. Y también porque se puede levantar a la hora que quiera pero no lo hace, y se va puntualmente a escribir a la Biblioteca Nacional. Allí se encuentra con Vargas Llosa, me ha comentado, pero don Mario no se ha estirado a pagar ni un café. A lo mejor es por el extraño acento de Juan Jacinto, que es de malagueño viajado, y a algunos les parece chileno. En fin, esto me está saliendo muy a lo Umbral, a cuando Umbral está simpático y le cae bien de quien escribe, así que casi mejor lo dejo aquí y les invito a leer un muy buen cuento del libro 88 mill lane.

La perla, el oro, las esferas

Una frase se me viene al recuerdo una y otra vez, creo que moriré con ella resonando en mi huero cráneo, o la repetiré en la demencia de mis últimos años, sin que ninguno de mis allegados acierte a descifrar su verdadero significado ni su trascendencia:
–No puedo soportar por más tiempo –me dijo Steve O'Donoghue por completo desalentado– el intolerable peso de un universo.
Luego añadió:
–Ningún hombre, con su afección moral, con su limitada comprensión, puede llevar tal peso a sus espaldas.
–Tú no lo llevas precisamente a tus espaldas –intenté bromear antes de que colgara el teléfono, para aliviar de alguna forma su comprensible abatimiento. Dos semanas más tarde, mi amigo Steve O'Donoghue se suicidaba; tampoco ninguno de sus allegados, allá en las tierras irlandesas, supo comprender por qué.
Yo podía habérselo revelado, pero con qué fin aplacar un dolor con otro más grande, insoportable, con el dolor que mató al pobre Steve. No lo hubieran entendido; no me hubieran creído. Ni yo mismo acierto todavía a comprender el sentido de toda esta cósmica broma, ni sé por qué estoy relatando ahora la historia.
La marchante de arte O Chow-Yiy es especialista en escultura británica contemporánea, pero no desprecia cualquier otra cosa que le pueda reportar dinero. En sus tejes y manejes por la ciudad, va y viene de los anticuarios de Portobello a las galerías de Kensington y Fulham, de los antros del barrio chino a los coleccionistas de Hampstead. Conoce a todo aquél que esté relacionado con el mercadeo artístico en Londres, propietarios de galerías, promotores de eventos municipales, artistas de la Royal Academy, compradores ricos o modestos. Yo la conocí de manera fortuita y nada sofisticada, no me la presentaron en ninguna exposición, no coincidimos en ninguna tertulia, simplemente bajé una mañana aquí a Mill Lane Gallery, a dos portales de mi casa, para curiosear y si acaso comprar algo para mi salón, algo simple, de colores planos, luminoso, y ella estaba allí. En cuanto me escuchó comentarle al galerista –mientras observaba una litografía del holandés Hans Lippershey, inventor del telescopio, puliendo unas lentes– que me apasionaba todo lo relacionado con la óptica, O Chow-Yiy me asaltó y me comenzó a hablar de un magnífico microscopio del siglo XIX fabricado en el taller de Carl Zeiss, en Weimar, que ella tenía en casa. Yo era consciente de que me quería vender aquel microscopio a toda costa, de que probablemente no era tan extraordinario como ella decía, y que incluso era posible que ni siquiera lo tuviera, sino que sólo sabía dónde encontrarlo. También era consciente de que por fervor de aficionado, por la pereza y el terrible embarazo de tener que decir que no a alguien, yo iba inevitablemente a comprarlo.
O Chow-Yiy encontró en mí una víctima fácil, y procuró no perder el contacto. Con el tiempo descubrimos, porque eso pasa hasta en las grandes ciudades –sólo hace falta conversar lo suficiente–, que teníamos más de un amigo en común, entre ellos Steve O'Donoghue, editor de Irish Publishers & Co., conocido por su excentricidad.
Hace ahora dos años –a veces me parecen dos días, a veces dos décadas–, O Chow-Yiy trajo a mi casa el collar.
Era un collar bastante común, cuyo valor, creí yo como inexperto, residía en las perlas que lo engranaban.
–Todas estas perlas son artificiales. La joya es valiosa porque perteneció a una rica cortesana de mediados del siglo XVI –me corrigió O con suficiencia.
–No tan rica, si no podía permitirse perlas naturales –intenté enjuiciar.
–¿Por qué siempre quieres opinar sin tener conocimiento? –me cortó–. En esa época la demanda de perlas era tal en toda Europa que incluso la reina Isabel de Inglaterra se veía obligada a comprar perlas artificiales para adornar con dignidad sus vestidos. Pero nada de esto tiene que ver con la razón que me ha hecho traerte el collar, si me dejaras hablar… Desde que adquirí la joya, hace dos semanas, la he colgado cada noche en el tocador de mi dormitorio. Al principio creía que era un reflejo, o una luz que entraba por algún sitio. Pero noche tras noche he observado un diminuto juego de lucecitas que provenía del collar. Aquí, ¿ves? Esta perla no es igual que las demás. Es la única que parece natural y está como velada. ¿Ves estos remolinos plateados, esta turbulencia gris?
–Sí, lo veo…
–Pues emite lucecitas por la noche, imperceptibles casi.
–¿Y quieres que lo mire con alguno de mis microscopios?
–No, quiero que te pongas el collar y te pasees por Trafalgar Square –me dijo O seria, con ese humor incisivo que nunca he llegado a entender.
Examiné la perla en el microscopio, no en el del maestro Zeiss que le compré a ella, sino en un microscopio óptico compuesto. Coloqué la perla sobre la platina, conecté la fuente de luz, ajusté el objetivo, y me acerqué al ocular. En efecto: a través de la bruma turbia de la perla creí percibir un titilar, mejor dicho, muchos y minúsculos titilares.
–¿Y bien?
–Sí, lo cierto es que hay algo, desprende una pequeña luz. Puede ser cualquier componente mineral encerrado en el interior del nácar segregado por la ostra… Sin embargo, lo que sea está distribuido en pedazos tan pequeños que no los puedo ver con este microscopio. Es extraño.
–¿Y no tienes ningún otro aparato más potente? –me preguntó O contrariada.
–Necesitaría un microscopio electrónico, pero…
–Pero no lo tienes –me interrumpió, como si no comprendiera por qué en el mundo podían existir posibilidades que entorpecieran sus deseos.
–Aunque lo tuviera –dije, adivinando ya mi venganza por haber sido antes aleccionado en cuestiones anticuarias–, en el microscopio electrónico sólo pueden examinarse objetos muy delgados, incluso una bacteria es demasiado gruesa para ser observada directamente, así pues, para preparar muestras visibles para este microscopio se necesitarían técnicas especiales de cortes ultrafinos, que tendrían que realizarse en un laboratorio.
Respiré satisfecho.
–¿Pero se vería mejor lo que hay en la perla? –se interesó O, directa a su objetivo.
–Hasta doscientas veces mejor.
–Pues llévalo a un laboratorio. Yo correré con los gastos. Tengo la intuición de que esto puede retribuirme importantes ganancias.
No recuerdo ocasión otra alguna en la que O Chow-Yiy se haya equivocado en cuestiones de dinero, su olfato suele ser infalible. Sin embargo aquella vez no obtuvo un penique de su inversión, quizá porque no supo cómo hacerlo. Cuando la llamé por teléfono y le dije lo que vi en la muestra microscópica de nácar, lo que había en el interior de la perla, sólo me soltó una maldición en cantonés, me llamó chiflado, y me colgó. Yo me quedé tartamudeando aún al otro lado de la línea, primero en inglés, luego en español:
–En la perla hay un universo, dentro hay un universo…
Al principio viví mi descubrimiento con cierto júbilo: llevaba un universo en el bolsillo con toda la naturalidad, y eso me provocaba una ingenua alegría, una infantil sensación de poder. Daba vueltas a la bolita de nácar entre mis dedos, mientras tomaba café en cualquier Starbucks, imaginando cómo las galaxias y nebulosas girarían a toda velocidad, quizá sin realmente notarlo, sujetas a su propio sistema de gravitación y a sus órbitas definidas. Por aquel entonces, pensaba que el que hubiera allí un universo reducido era sólo fruto de un accidente, un quiebro en la naturaleza, no mucho más extraordinario que el nacimiento de dos niños que comparten el mismo tronco y extremidades, o que un fenómeno de aurora boreal. No me tomaba en serio que aquello pudiera ser un universo completo, real, como el nuestro; más bien especulaba a veces que quizás aquello fuera un espejo infinitesimal de nuestro universo, y que lo que yo había descubierto era un precioso instrumento para la ciencia astronómica del futuro, que avanzaría a pasos agigantados gracias a la ayuda de mi minúsculo y esférico mapa celeste en tres dimensiones. No concedí ni un solo pensamiento grave al inaudito hallazgo, hasta que Steve O'Donoghue se convirtió en parte de esta historia y se ocupó de hacerlo él por mí.
Estaba ya casi decidido a llevar la perla al observatorio de Greenwich –para que la llevaran a la Cambridge Astronomical Survey Unit, supongo–, cuando Steve apareció en mi casa, una mañana de martes, sin previo aviso. Llovía, era horario de trabajo, Steve era un hombre siempre ocupado, y como editor sabía que a un escritor no le agrada que le interrumpan a media mañana.
–¿Qué es lo que ocurre? –pregunté alarmado.
–Anoche estaba en una conferencia en la Tate Modern, estaba la china ésa, O loquesea, en el mismo grupo que yo. Como estábamos medio a oscuras, mi ojo empezó como siempre, con sus chispitas. Éste, tú sabes, el que tiene la pupila como velada. Y todo el mundo a empezar con la misma historia de siempre: el ojo te echa chispitas… Pero luego la china me dijo: exactamente igual que un collar de perlas que dejé en casa de Juan, ve a que te vea el ojo, a lo mejor te dice que tienes dentro un ovni o algo…
Steve O'Donoghue era un irlandés enorme, de piel muy blanca pero con la cara toda llena de venitas rojas. A sus sesenta años, su espalda ya se encorvaba hacia adelante, y el pelo antes rubio caía ahora cano sobre sus ojos saltones; uno de ellos, el izquierdo, tenía una pupila acuosa, de celeste desvaído, que le daba un aspecto temible. Lo vi tan excitado que le pedí que se sentara, y le serví un whiskey en un vaso bajo con hielo. Él continuaba:
–Luego me dijo: dile si lo ves que cualquier día me paso por el collar, vaya a ser que le dé por perdérmelo o algo… La china ésa tiene un buen culo, pero más genio que los dragones de su barrio… El caso es que, dejando aparte las chorradas de las chispitas, el ojo me viene doliendo horrores desde hace unos meses, y pensé: Juan tiene un montón de cacharros ópticos y le fascinan esas cosas, así que puede que sí que sea buena idea ir a que me vea este ojo que me está matando, porque él no es un oftalmólogo al fin y al cabo, y yo en mi vida pienso visitar a un matasanos…
Hasta entonces yo no había comentado a nadie mi descubrimiento, salvo, a la fuerza, a O. Cuando Steve irrumpió en mi salón contándome todo aquello, un ridículo miedo a que me quitaran lo que era mío me invadió. Luego comprendí que no era aquello por lo que había venido, me relajé, e intenté retomar la conversación con normalidad:
–No puedo creer que un hombre de tu edad nunca haya ido al oculista, y más teniendo tu… –vacilé– tu pupila velada…
–¡Ni al oculista, ni a ningún otro matasanos, qué demonios! Sí, llámame hipocondríaco, alarmista, cavernícola, gallina. Posiblemente soy todo eso. ¿Me miras el ojo o no?
Accedí, algo divertido por la situación. Acompañé a Steve arriba, a mi despacho. Le miré el ojo con varios aparatos que yo sabía que no servirían para nada, pues eran piezas más de coleccionista que de científico. Luego apagué la luz. Cuando, tras una capa de turbulencias, descubrí las lucecitas titilando, comprendí con pavor que allí dentro había otro universo encerrado.
Vaciamos la mitad de la botella hasta llegar a las reflexiones de más alcance. El veterano editor Steve O'Donoghue parecía hundirse en el abismo según le iba relatando mi descubrimiento. La carcasa de hombre sarcástico y frívolo, de viejo gruñón excéntrico, se perdió por algún lugar de su cuerpo, y lo que quedó postrado en mi sofá era un individuo desconsolado, todo gravedad.
–¿Me estás diciendo en serio que dentro de mi pupila hay un universo entero, con sus galaxias, con sus sistemas de planetas…?
–Así es, si es igual que en la perla. He visto cúmulos de galaxias, nebulosas, enanas rojas, nubes de polvo interestelar… Con sus órbitas, sus juegos…
–¿Pero cómo ha ido a parar ahí? ¡Será un universo muy joven entonces! ¿Cómo puede formarse un universo en sesenta años? Creía que se necesitaban billones…
–Puede que si el espacio ha sido reducido millones de veces, y con él todas las leyes de la física, el tiempo en esos universos también sea mínimo…
–Y para ellos una eternidad… ¿Te das cuenta? ¡Ellos!… ¡En un universo entero tiene que haber vida! ¡No te digo en cada planeta, no te digo en cada galaxia, pero aún así millones de millones de vidas dentro de mi pupila…!
–No veo la razón para tomárselo tan a la tremenda –intenté apaciguarlo.
–Te la diré: no he ido al médico en mi vida, ahora este ojo me duele cada día más, y tiene un aspecto lamentable. ¡Si mi ojo sufre, si queda dañado, si yo muero, un universo entero se extingue conmigo!
–Steve, no eres tan joven, en cualquier caso morirás dentro de veinte, de treinta años, y tú no puedes hacer nada para evitarlo.
–Pero tú lo has dicho: veinte años serían para ellos billones. Y yo soy el único responsable de todas las vidas malogradas… Uno se preocupa por las noticias de banca, por una niña secuestrada, porque suben los impuestos o porque un país entra en guerra, ¿y tú quieres que yo no me preocupe por el destino de todo un universo?
El oftalmólogo le diagnóstico la pérdida irremisible del ojo.
Luego la llamada, y la voz de Steve O'Donoghue apagada al otro lado del teléfono, como si se hubiera reducido él también, y hubiera quedado atrapado dentro de mi aparato. No puedo soportar por más tiempo el intolerable peso de un universo. No puedo soportar por más tiempo el intolerable peso de un universo. Hasta el fin de mis días, el eco.
Desde que Steve se quitara la vida, su percepción pesimista del terrible peso de los diminutos universos me fue traspasada. Después de todo, en la finísima lasca de perla que yo hice cortar en el laboratorio, pude ver cientos de galaxias: un mundo entero cercenado. Las galaxias, de hecho, ya no aparecen en el microscopio, sólo gris nácar, vacío, así me lo aseguran en el laboratorio.
Hay otro lugar en el que convergen una y otra vez mis pensamientos. Que me haya sido dado a mí el encontrar la perla de O, y al mismo tiempo toparme con la pupila de Steve, es sin duda fruto de un excepcional azar (de otra manera, si estas esferas fueran algo común en nuestro planeta, otros más hábiles y expertos que yo habrían descubierto hace décadas este fenómeno); pero, también sin duda alguna, ha de haber en otros rincones del mundo otras esferas u objetos semejantes, pues de lo contrario la casualidad de haber encontrado yo los dos únicos microuniversos sería injustificable. Así es que el universo ha de tener necesariamente una forma monstruosa: una estructura contra toda nuestra lógica humana, en la que el espacio y el tiempo son relativos o no importan, en la que lo grande es pequeño, y lo microscópico infinito, una estructura de espacios autocontenidos, donde cualquier forma puede contener otra millones de veces mayor. Y entonces…
Entonces (y por suerte no le comenté esto a Steve) es probable que alguno de los planetas, de los innumerables que orbitaban en su pupila, contuviera uno, o diez, o cien de estos objetos contra natura, y puede, sólo puede, que alguno de esos otros universos poseyeran a su vez otros de estos objetos imposibles.
Entonces, dado que la forma del universo es monstruosa, puede, sólo puede, que uno de esos mundos, perdidos en el laberinto infinitesimal de submundos, sea de nuevo nuestro mundo.
Yo, por si acaso, he guardado la perla en un lugar seguro, donde espero que descanse a salvo durante años, que pueden ser, según se mire, la eternidad.
No le diré a nadie dónde la he escondido, aunque ahora esté contando, no sé ni por qué, esta historia. Esta historia que ningún beneficio reportará porque no será creída, ni comprendida, ni en ningún caso puede traer más que complicaciones. Tal vez la estoy contando simplemente por aferrarme a algo, porque me abruma la sensación de que en cualquier momento, quizás ahora mismo, quizás al escribir el último renglón de mi relato, alguien en algún lugar pisará un guijarro, cerrará los ojos, pasará una página, y desaparecerá por completo nuestro entero universo.
Juan Jacinto Muñoz Rengel