31 diciembre 2005

Siempre lleno de vida


A mis amigos
Como si hubierais muerto y os hablara
desde un ser que no fuese apenas mío;
como si sólo fuerais el vacío
de mi propia memoria, y os llorara
con una extraña pena que oscilara
entre un cálido amor y un gran desvío;
como si todo fuera ya ese frío
que deja un libro hermoso que cerrara
sus páginas sin voz; como si hablaros
no fuese como hablar, sino el tormento
de ver que hasta sin mí mi sangre gira.
Sólo puedo engañarme y engañaros,
hacer como que estáis, como que os siento,
cuando el mismo miraros ya es mentira.
Ramón Gaya
Cuando, a finales de año, aparecen los resúmenes de lo más importante que ha sucedido, de las noticias que han sido titulares a lo largo del año, suele aparecer, siempre, un breve resumen de los que se nos han ido, de los que se han marchado al otro barrio, como dice esa expresión tan castiza. La lectura de esas listas nos entristece, porque volvemos a pensar en las horas de alegría que algunos de esos creadores nos han dado, en las obras que disfrutamos y en el pesar que nos supuso su muerte cuando nos enteramos de ella a lo largo del año.
Pero hay veces en que estos reúmenes se convierten en fúnebres noticias, y al leer un nombre nos sobreviene la sorpresa y el desgarro, porque no sabíamos que había muerto. A mí me ha sucedido hoy al leer el suplemento cultural de El País. En el pequeño resumen de Javier Rodríguez Marcos hacía de los que se nos han ido estaba Ramón Gaya. No sabía que había muerto, no recordaba haber tenido noticia de su fallecimiento, y enterarme así, cuando las fechas no nos dejan reparar en nada, y está uno todo el día de cena en café, de turrón en cordero, y nos parece una tarea ardua el dedicar un poco de tiempo a la reflexión, me ha dejado aún más triste.
Lo primero que he hecho ha sido buscar en Internet la fecha de su muerte. Fue el 15 de octubre. ¿Qué hacía uno por esas fechas para no enterarse de algo así? Debieron publicar artículos en los periódicos, debieron de hablar de ello en la radio, en la televisión, alguien debió comentármelo. Pero no lo recuerdo. ¿En qué tenía la cabeza por esas fechas para no darle importancia a algo así si alguien se encargó de hacérmelo saber? Me entristece mucho ver hasta qué punto vive uno en las nubes, y me da algo de miedo que se pueda decir de mí lo que dice Carmen Baroja de su hermano Pío, que no se enteraba de nada de lo que sucedía a su alrededor.
Alguno dirá: si tan importante era esa persona para ti, algún amigo debería haberte dicho algo. Pero la verdad es que no éramos amigos. Yo nunca hablé con Gaya. Estuvimos una vez en la misma sala, en la inauguración de una exposición suya en el Círculo de Bellas Artes, pero no crucé palabra alguna con él. De hecho, en aquel momento casi no le conocía, no había leído ninguno de sus maravillosos libros, que son de lo más puro, de lo más sencillo, de lo más exacto que se ha escrito sobre la pintura y sobre la creación artística en general. Apenas había visto la reproducción de alguno de sus cuadros, por lo que aquella exposición fue mi bautizo en la obra de Gaya.
Luego sí hemos visto más exposiciones. Hemos ido a una galería que está junto a la plaza de París, que es donde él residía en Madrid, hemos ido a la exposición que le dedicaron en el Reina Sofía después de que se hiciera justicia con él y le dieran el premio Velázquez al que es, no ya uno de los mejores pintores españoles del siglo XX, sin seguramente el más cervantino de todos. Incluso viajé una vez a Murcia tan sólo para ver el precioso museo que le dedicaron y que está en una de las plazas más bonitas que he podido ver en mi vida, asomado a la vida de las terrazas de los cafés, perfumado de los naranjos en flor, lleno de luz como Murcia en esa primavera en que la visité.
En Lisboa tenía junto a la cama un cartel de una exposición que hicieron en Alicante. Recuerdo que vi el anuncio de pasada cuando llegué unas navidades a ver a mi madre, que vive en Campello. Y cuando, el lunes siguiente a la navidad, me acerqué a la ciudad para ver la muestra, ya la habían cerrado, y el guarda de la sala de exposiciones, una de la CAM que hay junto a la estación de trenes, buscó por ahí algo para darme, y encontró un cartel precioso en el que se reproducía el dibujo que sobre La Fragua de Vulcano había hecho Gaya en los noventa. Cuando regresé a casa de mi madre lo colgué junto a la cama. Lo colgué en mi casa de Lisboa, ahora está conmigo en mi nueva casa del Rastro.
Más que pena siento rabia, rabia contra esos dichosos arqueos del fin de año en el que se hace recuento de lo que ha sucedido. Para mí ha seguido vivo estos dos meses y medio -seguirá vivo siempre como corresponde a alguien capaz de dar vida con sus pinceles y sus palabras-, y ahora me molesta mucho tener que pensar en él como alguien que no está aquí.
Por eso he decidido tirar por la calle de en medio e ignorar lo que he leído. Voy a aprovechar que esta noche ceno de nuevo en la Alameda de Osuna, en la casa familiar donde me he criado y donde dueme toda mi biblioteca, para coger uno de sus libros, ya sea El sentimiento de la pintura o Velázquez, pájaro solitario, y volver a tenerle vivo entre mis manos. De hecho pienso quedarme así, con la mano abierta, esprando que él llegue a llenarla de vida.


La mano del pintor -su mano viva-
no puede ser ligera o minuciosa,
apresar, perseguir, ni puede ociosa,
dibujar sin razón, ni ser activa,
ni sabia, ni brutal, ni pensativa,
ni artesana, ni loca, ni ambiciosa,
ni puede ser sutil ni artificiosa;
la mano del pintor -la decisiva-
ha de ser una mano que se abstiene
-no muda, ni neutral, ni acobardada-,
una mano, vacante, de testigo,
intensa, temblorosa, que se aviene
a quedar extendida, entrecerrada:
una mano desnuda, de mendigo.
Ramón Gaya, Mano vacante.