15 diciembre 2005

Na beira da minha rua

Se ha visto uno obligado, en varias ocasiones a lo largo de su vida, y por razones que ahora no vienen al caso, obligado a confesar su nacionalidad, y siempre ha salido uno por la tangente reconociéndose ibérico, como el buen jamón, y se ha quedado uno tan contento viendo la cara de no entender nada que ponía el interlocutor de cada momento. Pero es la verdad. Mi familia materna es de un pueblo que prosperó mientras fue cabeza de partido de la frontera, Valencia de Alcántara, fue acabarse eso de las fronteras y venirse el pueblo abajo, todo uno. Y mi apellido, Morato, es bastante común en Portugal, así que supongo que, de algún modo, algo de portugués lleva uno en la sangre. Alguno pensará que son ganas de darse lustre, pero es de las pocas veces que puede uno apuntar con la nariz al cielo y mostrar lo poco de aristócrata –de portugués para los que no saben leer entre líneas- que tiene uno. Cuando en 1999, antes de que acabara el siglo, para poder presumir más tarde de que uno vivió en Portugal el siglo pasado, me marché a pasar un año a Lisboa, no había estado nunca allí. Tenía un pequeño bagaje de lecturas: Pessoa, Saramago, Camões, Lobo Antunes y algún que otro despistado que se dejó caer en mis manos, y la necesidad casi compulsiva de vivir lejos de mi entorno y tener la sensación de que podía tirar hacia delante. Me fue maravillosamente, a veces me pregunto –y muchos amigos me preguntan- por qué volví. Y la verdad es que uno no sabe qué contestar, porque tiene la sensación de que, en algún momento, volverá uno a poner casa por allí. Lo que sí he podido constatar es que la mayoría de los españoles que van a Portugal vuelven con mejor sabor de boca del que esperaban antes de partir. Porque Portugal es un país de gente noble, más noble que nosotros, y les vemos con la condescendencia y cariño con que ve un nuevo rico a esos nobles que, aunque venidos a menos, saben conservar sus maneras, su aire generoso y su clase. Algunos, es verdad, no hablan bien de las tierras lusas después de haberlas visitado, pero eso es porque son envidiosos, son de ese tipo de nuevo rico que envidia todo lo que sabe que no podrá comprar, y se dedica por eso a señalar todas esas cosas que no son culpa del otro, sino una consecuencia de su circunstancia. Hay algo que se olvida muy a menudo cuando se revisan las relaciones entre españoles y portugueses, y es que ese imperio lozano que nos permitió forjar nuestra hoy cada vez más traída hispanidad, se debe a que seguimos a pie juntillas a los marineros portugueses en sus expediciones, y que nos aprovechamos de su experiencia. De todos modos, todos esos son detalles intrascendentes, política de salón. Lo que a mí me convence de que uno tiene sangre portuguesa corriéndole por las venas es que no consigo entender ese aire de continua alegría obligada que parece que un español debe tener, y a que siento una terrible nostalgia de cosas que no me han sucedido ni me llegaran tan siquiera a suceder. Y a que me basta llegar a Lisboa para sentirme en casa, tanto o más que en Madrid.