19 diciembre 2005

Un buen libro es difícil de encontrar


Acabo de darme una vuelta por los centros comerciales del centro de Madrid, es una de las pocas ventajas de trabajar y vivir tan cerca del centro, puede uno vivir su consumismo inducido con libertad y en cualquier hueco que propicie la agenda diaria, y, como hago siempre, he perdido mucho más tiempo en mirar libros que camisas. A veces miro las camisas de los libros, pero eso sólo sucede cuando la edición es lujosa, y no está el panorama editorial para muchas alegrías.
Me ha sorpendido ver cómo a veces la buena crítica funciona. Como ha sucedido con Flannery O'Connor. Flannery es una autora de continua vigencia como narradora y de referencia insoslayable -perdón por este adjetivo a lo Armas Marcelo- en el ámbito de la reflexión sobre la creación literaria. Por eso ha sido una autora de éxito reducido, de boca a boca -escaso, limitado pero efectivo- que hasta ahora había sobrevivido a base de las ediciones que en los sesenta hiciera Lumen -Esther Tusquets, hablando en plata- de un par de libros de cuentos y una novela. Pero a finales de los noventa comenzó la republicación de su obra, que había estado silenciada por prejuicios estúpidos de una progresía mal entendida. A fin de cuentas, O'Connor -o, mejor dicho, Flannery como la denomina todo lector medianamente asiduo de su obra, con esa familiaridad que se reserva a la gente a la que franqueamos nuestra intimidad-, ha pasado un calvario de ostracismo por ser religiosa y creer en Dios a lo largo de los cincuenta y los sesenta en los Estados Unidos. En la vida cultural española, ya se sabe, las cosas son así. Flannery está mal vista por su catolicismo, pero otros, se lían la manta a la cabeza y se van de España porque huyen del régimen, largándose a vivir a Marruecos bajo la chilaba de un déspota cruelísimo que, con el tiempo, engendró a otro leviathan -Mohammed VI-, sin decir ni mu al respecto, y aprovechándose de las condiciones sociales y económicas de un país en vías de desarrollo -ese eufemismo para no decir país pobre, pobrísimo, donde el rey vive como tal mientras sus súbditos se comen las piedras- para llevar una vida desahogada, y no sólo en lo económico, sino en lo sexual, porque allí no está tan perseguido el amigo extranjero con deseos y la billetera llena. Pero esos son intelectuales y librepensadores, a los que, por cierto, no les tiembla la mano a la hora de censurar a quien no comulga con sus ideas.
Pues bien, afortunadamente, Flannery O'Connor ha ido siendo editada en colecciones como la de Clásicos Universales de Cátedra, con su Sangre sabia (Wise blood) -que tiene entre las manos en la foto que acompaña a este texto-, o en la excelente edición que una editorial, de ideario católico, sí, pero con excelente criterio, de Encuentro, llamada El negro artificial y otros escritos, o la más reciente de Sígueme, de su correspondencia, la devolvieron a la actualidad y a los estantes de las librerías, que es donde debe estar un autor, cerca de los lectores.
Por eso creo que estaba el terreno preparado para cuando, este año, la gente de Lumen se decidió a recuperar y actualizar esas traducciones que tenían y editaron un volumen único, los Cuentos completos de Flannery O'Connor, que, para sorpresa de todos, sobre todo de los editores y mía, he visto hoy que ha llegado ya a una segunda edición y que está destacada en las mesas de novedades. La verdad sea dicha -no me voy a dedicar a dar palos siempre a los compañeros y aún así amigos de los suplementos- la edición apareció reseñada en todos los suplementos, en algunos, como el Bobelia, fue libro de la semana, y siempre con muy buena crítica.
Así que sí, a veces la crítica funciona bien, y sirve para llevar un gran libro -con una portada horrible, lo siento, si no lo digo me pudro por dentro, pero la niña esa pidiendo silencio es una portada horrorosa- a muchos lectores. Para cualquiera que haya aprendido tanto de Flannery como lo ha hecho uno es agradable saber que la gente puede disfrutar de esta rara joya que son sus cuentos, extraños y fascinantes al mismo tiempo, horrorosos y subyugadores, preciosos en su extravagancia como esos pavos reales que ella criaba en su finca, Andalusia, como único entretenimiento de una mujer que sabía que moriría joven.