21 diciembre 2005

Vivir con lo puesto

Ya hice una anotación en esta bitácora al respecto del estreno de mi nueva casa. Un nuevo alquiler, una nueva vida. Como todo joven de mi generación he estado siempre escuchando los dos mensajes contradictorios enviados desde las dos referencias que todo ser humano tiene:
Los amigos, sobre todo los que hicieron la maleta pronto y se largaron a compartir piso, y por tanto alquiler -que es algo en lo que muchos siguen, con todas las ventajas sociales e incomodidades íntimas que eso suscita- siempre le han alentado a uno a firmar un contrato de alquiler.
-Total, mañana te has muerto y de que te sirve la casa. Además, es estar pagando toda la vida por una casa donde Cristo perdió el gorro. Píllate un alquiler en el centro, que eso es vida.
Por otro lado está la familia, esa gente que siempre mira lo mejor para ti, y para tus hijos, aunque no tengas ni tan siquiera novia y seas el primero que proponga acercarse a una farmacia de guardia para estar más seguros -que sí, reina, que no tienes ni idea de con cuántas he estado, mejor que nos acerquemos a una que esté de guardia camino de tu casa-, te recomiendan que te hipoteques.
-Que un alquiler es tirar el dinero, hijo, cuando te quieres dar cuenta has tirado unos millones para nada. Y así, si las cosas vienen mal dadas, siempre puedes vender y coméis todos.
-¿Qué todos, mamá? Si yo, salvo sorpresa, soy uno solo.
-Ay, hijo, tú ya me entiendes.
Pues eso, que hace poco que uno decidió hacer caso de las sirenas y olvidarse un poco de Penélope e Ítaca y alquilar un pisito. Uno céntrico, de esos de soltero, en los que poder estar tranquilo y encontrar a un minuto de paseo la intranquilidad de los fines de semana.

Cuál no será mi sorpresa cuando me cayó en las manos, gracias a Luis Miguel Solano de Libros del Ateroide, una novela excitante y curiosa, llamada Los inquilinos de Moonbloom y que dejó escrita su autor Edward Lewis Wallant poco antes de morir. La novela es fantástica, y no voy a destriparla como hizo Isabel Gómez Melenchón en el suplemento cultural de La Vanguardia -gracias, Isabel, el lector que la había iniciado, los lectores a los que les interesan las tramas y el propio editor, al que supongo que no le debe haber hecho mucha gracia, te dan las gracias-, tan sólo recomendarles que la lean y la disfruten, merece la pena. Tal vez estemos contemplando el renacer de uno de los autores que se vieron ensombrecidos por el éxito masivo de autores como Salinger, y quién sabe si veremos a otros autores, como Malamud, renacer también de sus cenizas. Si para ello es necesario que medie Dave Eggers, al que los medios de comunicación ahora definen como agitador cultural -¿puede la cultura no ser agitadora?- como ha sucedido con Lewis Wallanat, que así sea.
Pues bien, apenas abro el libro me encuentro con un prólogo de Rodrigo Fresán, que se está convirtiendo en el prologuista por excelencia de los autores estadounidenses del siglo pasado, -y si alguien lo duda ahí está la biblioteca Cheever para demostrarlo, con sus buenos, muy buenos, prólogos- y me encuentro con una maravilla que no puedo sino reproducir aquí. El copyright es de Fresán, pero supongo que, como realmente esto es promoción, tanto él como el editor me dejarán copiarlo:
Para empezar, podemos pensar que nuestras existencias —el piso o el apartamento de nuestras vidas— no son de nuestra propiedad sino que son rentadas: que firmamos un contrato de alquiler el día que nacemos y que el día de nuestra muerte nos mudamos lejos, más allá. Las diferencias de nuestras estadías –sean éstas confortables como penthouse o cercanas al under de los okupas— no alcanzan para esconder lo inevitable: estamos aquí de paso, tarde o temprano tendremos que devolver la llave de la buhardilla o del palacio y, cuando nos vayamos, otros no demorarán en ocupar los metros cuadrados que alguna vez sentimos propios e intransferibles. Para continuar, podemos teorizar que esta cualidad inmobiliaria del ciclo vital ya se hace evidente desde el principio de los tiempos: los inquilinos Adán y Eva rompen las reglas del convenio establecido y son expulsados del Paraíso por un arrendador indignado ante semejante afrenta contra su propiedad. Y lo peor de todo: no les devuelve los meses del depósito.
Una idea originalísima, y muy acertada, que me ha dejado algo tocado y dubitativo. Cuando ahora abro la mesa-cajón que tengo junto al sofá, donde está metida mi copia del contrato de alquiler, me da la sensación de que eso es lo más parecido a una justificación para estar en este mundo. Y me deja perplejo.
Si un buen libro debe cambiar tu visión del mundo, este es doblemente bueno, porque además del descubrimiento de un escritor, ha sido el germen de un muy buen prólogo.