11 marzo 2006

El cuento del fin de semana (1)

Como muchos me dicen que los fines de semana echan de menos tener algo nuevo que leer por aquí, y como de momento no tengo intención de dejar de descansar los fines de semana, y menos de pagarle a Timofónica una conexión a Internet que no vaya, comienzo así la línea que llamaré: El cuento del fin de semana.
Tengo la suerte de comenzarla con un cuento de un buen amigo, Julio Jurado Argüello, que obtuvo el Accésit en el VIII Premio Internacional Julio Cortázar de Relato breve que organiza la Universidad de La Laguna.
Buen fin de semana.

Tan sólo hay que mirar

El hombre voluminoso recorre un callejón en el centro de la ciudad. Busca una librería que le han recomendado, pero encuentra en su lugar una tienda que le atrae enseguida. En el escaparate se anuncia: “Venta de animales y otros artículos imprescindibles para una vida desordenada.” Eso dice el cartel, y como se muere de curiosidad por saber qué se necesita para llevar ese tipo de vida, decide entrar en la tienda.
El pasillo de acceso es muy estrecho y se ve forzado a pasar constreñido. Una vez dentro, lo primero que percibe mientras los ojos se acostumbran a la escasez de luz es el olor fuerte, pero agradable, que emana de los rincones. Olor a incienso y a mirra, a establo navideño donde una bombilla sucia ilumina desde el techo la pequeña estancia. Los armarios están vacíos y las estanterías llenas de polvo. No se escucha ningún ruido. Si hay animales, guardan silencio.
El hombre voluminoso no se amilana y pregunta:
- ¿Tienen canarios?
No habla con nadie. Está solo en la tienda, aunque cosas más raras se han visto. En el mostrador hay una botella de vino y un vaso que llena hasta el borde. Mientras da un sorbo tras otro, espera. Se imagina ligero, volando de aquí para allá, sin reglas, con la sola intención de distraerse.
Pero no se distrae. Una hora más tarde, un niño, con el pelo largo y revuelto, aparece por detrás de una cortina. Lleva en las manos un pájaro de madera, amarillo como el sol y con el pico roto.
- ¿Para qué quieres un canario? -pregunta el niño, y deja la figura sobre el mostrador, sin miedo a que se escape.
- Para soltarlo. Qué otra cosa iba a hacer con un canario.
- ¿Y quién cuidara de él?
Esta pregunta sorprende al hombre voluminoso. Le parece que es una trampa que debe resolver si quiere que le vendan el pájaro. Sin embargo, el vino le ha llenado la cabeza de palabras y contesta con facilidad.
- Quien cuide de él importa menos que el hecho de dejarlo libre.
La respuesta ha debido gustarle al niño, pues comienza a llorar desconsolado.
- Puedes llevártelo -dice el niño, y le acerca el pájaro de madera arrastrándolo sobre el mostrador.
- Es de madera -le deja caer, con cierto reproche el hombre voluminoso.
El niño, con el pelo largo y revuelto, no le contesta, y desaparece detrás de la cortina. Ha dejado un reguero de gimoteos por el camino. El hombre voluminoso espera un buen rato a que regrese, pero como el niño no lo hace, recoge la figura y sale de la tienda, otra vez de lado, con la cintura rozando el escaparate.
Cuando se ha alejado un poco del callejón, el hombre voluminoso siente un impulso que le hace correr entre la gente, con la esperanza de llegar a tiempo -¿a dónde?-, con el deseo de que alguien vea lo que él está presenciando. Tan sólo hay que mirar. Es tan sencillo, piensa. Mirar sin el más leve pestañeo. Y ver elevarse sobre el cielo de la ciudad a un pájaro de madera, amarillo como el sol y con el pico roto.