18 marzo 2006

El cuento del fin de semana (2)

Muchos han sido ya los autores que han intentado recomponer el orden temporal de las narraciones. La relatividad trajo consigo una moldeabilidad del devenir temporal fascinante. Se podía viajar en el tiempo, el transcurso de la vida no era unidireccional. La concepción del tiempo como un terreno, un camino, que vamos recorriendo a través de nuestra vida cambió, los físicos se encargaron de demostrar con los más intrincados cálculos, y con fórmulas matemáticas que están lejos del alcance de la mayoría -yo me incluyo, ojo- que se puede conseguir que el agua depositada en la parte inferior de la clepsidra puede subir de nuevo al depósito superior, como si lloviese hacia arriba. Ya no sólo podemos ver cómo la arena se escapa entre nuestros dedos, sino que incluso vemos como va rellenando la palma de nuestra mano. El tiempo es reversible, como una gabardina de la posguerra, y la literatura se dedicó a reflejarlo.
Rafael Dieste lo hizo, Carpentier lo hizo, y el envío de una alumna de uno de mis talleres me ha puesto en conocimiento de este joven y aguerrido cuentista. Disfruten de su cuento.

Un feliz regreso

A las cuatro en punto sus manos fueron liberando el cuello de la mujer. Luego le abrochó la blusa roja aún manchada de barro, mientras ella abría sus mortecinos ojos. Después la cogió de los brazos y la arrastró por un lodazal, insensible a sus agonizantes súplicas, hasta alcanzar el taxi. Tras un blando forcejeo, a las cuatro menos cuarto la introducía en el maletero y arrancaba el coche. A las tres y media se detenían a la entrada de un camino. Antes de cambiarla al asiento trasero, el taxista la golpeó con saña en la cabeza. A las tres y cuarto llegaban a la ciudad. Poco a poco la mujer recuperaba la calma y la pulcritud de su aspecto físico. A las tres el taxi se paraba ante la verja de una casa y la mujer descendía del coche con una sonrisa nerviosa pero no exenta de cortesía. A las tres menos cuarto se ponía su blusa roja y a las dos y media telefoneaba a su marido. Ahora mismo iba a verlo a la fábrica, acababa de recibir una inquietante llamada y tenía miedo. A las dos y cuarto una voz anónima le comunicaba que con toda seguridad a las cuatro en punto estaría muerta.

Francisco Corrales Fernández