06 marzo 2006

Las presentaciones

Lo de las presentaciones es un incordio. Es una obligación social que siempre es desagradable. Primero de todo antes de nada, que las dos fórmulas son válidas, por lo que supone de formulismo rancio.
Pero, sin embargo, es fundamental. A todos nos ha pasado eso de ir de acompañantes a un sitio y no saber el nombre de nadie y que nadie sepa el nuestro porque nuestro amigo se ha olvidado de presentarnos. Aunque a veces nuestro amigo no nos presenta porque no se acuerda del nombre de alguien. A mí me pasa muchas veces, voy con mi novia –Dios, qué vértigo da decir esto- o con un amigo o amiga por la calle y me encuentro con el típico conocido o, mejor aún, saludat –a mí siempre me ha parecido genial la calificación que hizo Josep Pla de la gente de su entorno en «coneguts, amics y saludats»- y, después de un par de frases de compromiso, alguna que otra observación meteorológica y un par de buenos deseos tan cándidos como hipócritas acaba cada uno por su lado. Y el reproche es siempre el mismo, «Podías haberme presentado, ¿no?» –esto lo dice normalmente la novia más que los amigos, porque la novia piensa siempre que las partes de la vida de uno que ella no conoce son las verdaderamente interesantes, como si cuando uno trabajara hablara por teléfono con el presidente de la Coca-Cola o al tomar cañas estuviera organizando complots destinados a hacer desaparecer a Pepsi de la faz de la tierra, y no se fía cuando honestamente confiesa uno que la parte divertida de la vida la ocupa ella-, y uno siempre contesta: «Si es que no me acuerdo de cómo leche se llama». Y la cosa queda saldada con la indiferencia o la sospecha. Los amigos normalmente son los indiferentes, la novia siempre sospecha -o le apetece a uno pensar que sospecha, porque el ego es una de las pocas cosas que le quedan a uno a estas alturas-, sobre todo si con quien nos hemos encontrado es una chica, porque son muchas las veces que uno se excusa de no poder quedar por tener que escribir algo y ella no acaba de creerse que alguien pueda pasar tantas horas encerrado en cada entre papeles y ordenador.
No creo que la gente deba presentarse, la verdad, me gustaría pensar que es suficiente con mirarse a la cara para saber si ahí se esconde alguien con quien vamos a poder echarnos unas cañas o no. Eso sería lo ideal.
A mí me gusta acabar en fiestas donde no me conoce nadie, me encanta eso de que un amigo no tenga otra salida después de las dos cañas que decirme «Venga, vente conmigo, total, donde beben tres abrevan cuatro», y cuando me pregunten mi nombre decir cada vez uno distinto, que es una manera tan simpática o tan tonta de pasar el rato. A mí y a mi amigo Poti es una cosa que nos divierte mucho, cada vez que nos presentamos somos una cosa, profesores de expresión corporal, diseñadores de mangos de futbolín o cualquiera de esos trabajos que alguien, en mitad de una fiesta, te explica durante casi un cuarto de hora y al final no entiendes nada, uno de esos ejecutivos de nuevo cuño que no sabe ni cuál es su función exacta en la empresa. Siempre sucede, al final siempre sucede, que se encuentra uno en la cocina con dos asistentes a la fiesta, y cada uno te llama por un nombre, y cuando les miras a los dos con cara de besugo -normalmente a esas horas uno está ya demasiado borracho para mirar de otro modo- para ver como ambas personas le miran a uno con un aire despectivo. Un clarísimo «gilipollas» que pronuncian sus ojos vocalizándolo de un modo claro, como a cámara lenta, y que acierta a ser, si no tu nombre, sí, desde luego, tu adjetivo más certero en ese momento, quién sabe si en algunos más, es lo más nítido que entiende uno.
Una vez fui a una boda en la que sólo conocía al novio. Había hablado una vez con la novia. No conocía a ningún otro de los amigos de mi amigo, a nadie de su familia, y la boda era en una capital de provincia a la que nunca había ido porque cuando en mi colegio hicieron la visita a la Ciudad Encantada yo estaba pasando la rubeola. Y me lo psé muy bien, la verdad. Ahora, mi amigo me cuenta entre divertido y mosqueado que, de vez en cuando alguno de los invitados de la boda le pregunta qué fue de ese chico que era mecánico, o de el chico tan simpático que instala aparatos de aire acondicionado, incluso alguno le ha dicho que cómo es posible que un chapista haya salido en la televisión porque por lo visto me vio en una entrevista rara que me hicieron. Mi amigo llega siempre a la conclusión de que soy yo porque le describen mi aspecto, y lejos de arreglar el desaguisado contesta divertido que me va bien, que me va bien en lo mío dice. Y yo creo que me soporta porque es psicólogo, y sabe que en un momento u otro dejaré de ser un amigo para convertirme en historial clínico.
Lo de las presentaciones siempre pone muy nervioso, y sirve para ver quiénes son los echados pa’lante en las entrevistas de trabajo, por ejemplo, porque sin problema alguno se ponen a hablar de sí mismos, y decir que su animal favorito es el león por lo fiero y tranquilo que es, sin pensar que el psicólogo que le está valorando algo sabe de zoología y tiene muy presente que el león es más vago que las mangas de un chaleco, y es la leona la que trae la comida y mantiene a la familia.
No sé, a mi siempre me ha dado mucha pereza lo de presentarme, decirle a la gente cosas de mí, por eso, supongo, he abierto una bitácora, porque de no hablar de mí he llegado a dudar de mi existencia y esto sirve para levantar acta de la derrota que la vida de uno va siguiendo.